Resulta envidiable la capacidad del cine francés para realizar cine de época en cualquier género, de lo más solvente en su empaquetado. Cartas a Roxane es un nuevo ejemplo de esa capacidad de la industria de nuestro país vecino, una historia divertida y entrañable sobre la creación y el estreno de Cyrano de Bergerac en 1897 que cuenta con un diseño de producción excelente. La dirige además un debutante, Alexis Michalik, que ha escrito el guion a partir de su propia obra de teatro, representada con éxito sobre la escena. La película llega hoy a la Sala Virtual de Cine y también estará disponibles en las plataformas digitales de Movistar+, Vodafone, Rakuten TV, Apple TV y Google Play.

Por magnífica que fuera la historia de partida, es obvio que Michalik se toma todas las libertades necesarias para convertir en una trepidante comedia la travesía de Edmund Rostand de dramaturgo fracasado a Legión de Honor de la Cultura Francesa tras el estreno de su más célebre obra. El molde de este filme evidentemente es Shakespeare enamorado (John Madden, 1997), otro divertimento al que siempre le pesó el haber sido premiada con un Óscar a la mejor película que claramente no merecía (competía con La delgada línea roja, La vida es bella, Salvar al soldado Ryan y Elizabeth). No por ello la película de John Madden dejaba de ser una ingeniosa carta de amor al teatro sin ninguna ambición historicista, y lo mismo ocurre con Cartas a Roxane, en donde encontramos todo tipo enredos, complicaciones, aventuras y malentendidos.

Michalik presenta a Edmond Rostand (Thomas Solivérès) como un dramaturgo prometedor que no para de encadenar fracasos y que lleva un par de años de absoluta crisis creativa. Gracias a la gran actriz Sarah Bernhardt (Clémentine Célarie) conoce al mejor actor del momento, Constant Coquelin (Olivier Gourmet), que insiste en interpretar su próxima obra. Y, además, quiere estrenarla en tres semanas. El gran problema para Edmond es que todavía no la tiene escrita. En su búsqueda contrarreloj de las musas, el dramaturgo acabará enredándose en trio amoroso, mientras visita el Moulin Rouge o se cruza con Anton Chejov.

Acierta el director al sostener la acción en el trabajo de unos fantásticos actores en estado de gracia y al dotar de un endiablado ritmo al conjunto para que no decaiga el interés, aunque también es cierto que en ocasiones la cámara pueda resultar mareante. En cualquier caso, tras un inicio algo dubitativo, el filme mejora hacia su ecuador y alcanza altos grados de inspiración en un último acto que recuerda por momentos a aquella hilarante ¡Qué ruina de función! (1992), de Peter Bogdanovich. Sin embargo, pocas pegas se le puede poner a un filme que básicamente pretende entretener y emocionar al espectador y, aunque está a punto de estrellarse en alguna que otra curva, acaba logrando sus objetivos. Y, por si fuera poco, reivindica un arte como el teatro al que todavía nos queda unos días (quizá meses) para volver a disfrutar. 

@JavierYusteTosi