El silencio es oro (René Claire, 1947)
Por Manuel Gutiérrez Aragón. Director, académico y escritor
Esta película de René Clair es una de las que recuerdo como lo que podíamos llamar “película en la que te das cuenta de que lo que estás viendo es una filmación”, en donde no solo te dejas llevar por la magia del movimiento, la historia y los actores, sino que descubres que hay gente detrás de una cámara. Naturalmente, estoy hablando de mi infancia y de mis primeras impresiones como espectador.
Gran parte de la acción se desarrolla en una sala de cine, en París, en los tiempos del cine silente, bajo un techo tan endeble que llueve dentro de la sala. Cosa curiosa, la ilusión de las imágenes no se rompe, sino que las finas gotitas contribuyen a la mirada complacida.
Salen hermosas mujeres de época que venla película bajo un paraguas que le ofrecen sus acompañantes. Ellas se admiran de que aquello que ven en la pantalla se mueva, y sus acompañantes –y yo mismo– comprobamos que el deseo suele tener movimiento.
Donnie Darko (Richard Kelly, 2001)
Por Isabel Coixet. Directora de cine
Hay un momento, quizás uno de los más escalofriantes de una película que contiene muchos, donde Donnie (Jake Glynnehall) y su novia (Jena Malone) van al cine. Él la ha convencido para que vean The Evil Dead. Nada más llegar a la sala de cine que está casi vacía, se sientan y la novia se duerme en el hombro de Donnie Darko. Entonces aparece el diabólico conejo en la sala y tiene lugar un diálogo que recuerdo que, viendo la película, me heló las venas.
Donnie le dice: “¿Por qué llevas ese estúpido traje de conejo?”.
Y el conejo le dice: “¿ Y tú por qué llevas ese estúpido traje de persona?”.
Sé que hay muchas escenas de películas mitológicas que pasan en salas de cines, pero esta… ¡se me quedó grabada! Al parecer Richard Kelly, el director de la película, creó el conejo a partir de un personaje que se le aparecía a menudo en sueños.Toda la película es como una densa pesadilla.
El aviador (Martin Scorsese, 2004)
Por Paula Ortiz. Directora de cine
La película El aviador comienza con un niño que repite con extrema atención cómo su madre le enseña a deletrear la palabra Q-U-A-R-A-N-T-IN-E (CUARENTENA). Ese niño, llamado Howard Hughes, acabaría convirtiéndose en una de las grandes personalidades de los años dorados de Hollywood gracias a sus vuelos, los reales, como ingeniero y dueño de una gran industria de aviación, y los metafóricos, sus producciones de cine. Un hombre megalómano y excesivo que, justo a mitad de la película, toca fondo.
En una cinta de argumento frenético, como todas las historias de Scorsese, de pronto el relato se detiene. El personaje se encierra en una sala de cine y es ahí donde se deja morir. Es entonces cuando comienza la espiral de degeneración, donde asistimos a la degradación de un hombre al que el mundo y todos sus peligros, desde los grandes a los más nimios, le acechan hasta ahogarle. Es ahí, encerrado en la sala de cine, sin pestañear ante la proyección ininterrumpida de películas, donde se deja caer, se permite ser…, desnudo, casi muerto… para tocar fondo y poder así mutar de nuevo, y volver a salir al mundo.
La sala de cine puede llegar a ser la madriguera donde protegernos, el útero al que volver, la caverna que nos devuelve la única imagen con sentido de un mundo que ya no lo tiene, el lugar donde abandonarte, donde los sueños te transforman, el espacio donde mutar… El último refugio.
La rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen, 1985)
Por Eduardo Torres-Dulce. Fiscal y crítico de cine
Siempre he sostenido que una obra artística acaba siendo propiedad exclusiva de quien la disfruta y la hace suya. Si a esa afirmación le sumo la definición del cine por José Luis Garci como una vida de repuesto, puedo concluir que Woody Allen, un conspicuo cinéfilo, resuelve en La rosa púrpura de El Cairo la ecuación de cómo se borran las fronteras de ficción y realidad. La ida y vuelta de los personajes interpretados por Mia Farrow y Jeff Daniels, la primera viviendo en el interior mágico pero rutinario de una realidad de celuloide en la que todo es mentira, y Daniels viviendo la vida real en la que todo es imprevisible, áspero y poblado por la devastación sentimental, es un brillante ejercicio pirandelliano en el que la película se detiene y sus personajes hablan más allá del frame mientras que la aventura de la vida se puebla de arquetipos imposibles. Todo es mentira pero real en el cine; todo es real pero mentira en la vida.
Mes petites amoureuses (Jean Eustache, 1974)
Por Jonás Trueba. Director de cine
El cine dentro del cine es una tentación inevitable de los cineastas. Si nos gusta tanto ir al cine en la “vida real”, es normal que queramos seguir yendo al cine dentro de nuestras películas. Pero casi siempre se falsea el proyector, el haz de luz, lo que sucede en el patio de butacas… Por eso me gusta tanto la secuencia del cine en Mes petites amoureuses, de Jean Eustache. Proyectan Pandora y el holandés errante, una película filmada en la Costa Brava con Ava Gardner; pero el joven protagonista está más pendiente de besar a la chica que tiene sentada delante, imitando la técnica de otros dos jóvenes sentados unas butacas más allá. Eustache se toma sus minutos en la sala, sentimos el tiempo que pasa en la película y en el cuerpo de los adolescentes que se acercan, se olisquean y se besan. Néstor Almendros firmaba la fotografía y en su libro Días de una cámara nos cuenta que fue en ese rodaje donde pudo desmentir a tantas otras películas que habían recreado este tipo de secuencias de forma engañosa, exagerando el parpadeo y la reflexión de la luz sobre las caras de los espectadores. Aquí tenemos una luz tenue que apenas varía sutilmente y que lo envuelve todo de una forma verdadera, casi dolorosa.
La última película (Peter Bogdanovich, 1971)
Por Carlos F. Heredero. Crítico de cine
Anarene. Un diminuto pueblo tejano casi fantasmal en el ocaso de su existencia, a mediados de los años cincuenta. La única sala de cine se dispone a cerrar. Duane (Jeff Bridges), Sonny (Timothy Bottoms) y Billy (Sam Bottoms) asisten a la última proyección. En la pantalla, una secuencia de Río Rojo (Hawks, 1948): el vibrante arranque de la caravana de ganado, exultante de energía.
Emotiva elegía crepuscular de un mundo perdido (el vitalismo del wéstern épico y del viejo cine clásico, fantasmas redivivos en un presente que se desvanece) y premonición trágica del porvenir inmediato (la muerte del pequeño Billy, atropellado por un camión de ganado, y la Guerra de Corea, hacia la que marcha Duane), la secuencia fusiona –en un estremecedor acorde lírico – la invocación de la leyenda que reverbera sobre su propio declive, el final de unas formas de vida ya pretéritas y la intuición de un futuro trágico que acabará por enterrar toda la antigua inocencia.
Esto sucedía a comienzos de los años setenta, en los albores del nuevo Hollywood, cuando el cine americano volvía los ojos hacia sus propias raíces para exorcizar su memoria, asumir su legado y diseccionar su presente.
Roma (Alfonso Cuarón, 2018)
Por Belén Funes. Directora de cine
He elegido una secuencia de una película que me encanta: Roma, de Alfonso Cuarón. Es uno de los momentos más crudos de la película en el que Cleo le dice a su novio que está embarazada. La secuencia es igual de delicada y de tierna que el personaje principal. Así que, como están en un cine, se lo tiene que decir susurrándole. El chico aprovecha una excusa para escapar y dejarla allí sola. Es curioso que la película que se proyecta en ese momento sea La Grande Vadrouille. De este filme dirigido por Gerard Oury se desprenden imágenes de aviones y bombardeos de guerra, convirtiéndose ante los ojos de Cleo en una imagen abstracta de su propio futuro como madre soltera en el México de principios de los 70. El cine tiene un papel fundamental en la película: allí Cleo se enamorará por primera vez y allí le romperán el corazón. ¿No es preciosa esa idea del cine como contenedor de emociones? No sólo de las que emanan de una pantalla, sino de las nuestras propias.
Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988)
Por Dani de la Torre. Director de cine
La sala vacía, Salvatore (Totó), se hizo mayor pero no para el regalo de Alfredo.
Solo se proyecta una luz, esa luz que durante años obligaron a Alfredo a cortar por no escandalizar, por no ofender, por censurar.
Besos, besos y más besos inundan la pantalla y la música de Morricone. Son besos extirpados a las historias, robados al público, pero no a Alfredo. Él los guardaba para un momento mejor, para el momento en que esas imágenes fuesen lo suficientemente indiferentes para todos menos para Totó.
Todo cobra sentido en esa escena.
Es amor, es cine.
El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)
Por Carla Simón. Directora de cine
En El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, Ana Torrent mira el Frankenstein de James Whale. Este visionado es el punto de partida de su viaje iniciático, ya que la película le cala tan hondo que a Ana le cuesta discernir entre la realidad y la ficción del mundo que le rodea.
Primero llega un camión a un pueblo de la meseta española. Ante la expectación de muchos niños, descargan la película. La alguacil la anuncia. Una sala a oscuras. Niños y adultos van llegando, cada uno trae su silla. Se ilumina la pantalla. Empieza la película.
Lo que más me maravilla de esta secuencia es la verdad con la que los niños, y en concreto Ana y su hermana Isabel, miran la pantalla. Fascinación, miedo, expectativa, deseo, dudas, están totalmente hipnotizadas. La realidad y la ficción también se mezclan en esta escena, puesto que las actrices estaban viendo la película de verdad.
Un homenaje de cine al cine.
La vida en sombras (Lorenzo Llobet Gràcia, 1949)
Por Josetxo Cerdán. Director de la Filmoteca Española
Se tiene que haber nacido en un momento muy concreto para concebir una película en la que su protagonista viene al mundo en una barraca donde se ve, por primera vez, el Cinematógrafo Lumière. Esa película existe y es española, se trata de Vida en sombras (1948) de Lorenzo Llobet Gràcia. Ferrán Alberich, el restaurador que ha dedicado buena parte de su vida profesional a recuperar, restaurar y reivindicar la genialidad de esa pieza única del cine universal, lo dice de manera rotunda: Llobet Gràcia pertenece a una generación privilegiada, la de aquellos niños que (…) fueron los primeros que vieron el cine como críos. Yo nací casi sesenta años después de Llobet Gràcia, y mi cuerpo palpita cada vez que vuelvo sobre ese arranque. En breve tengo una clase en un Máster de cine. A sus estudiantes les llevaré unos treinta años. Si pasase la secuencia, nadie la entendería.