La celebración del ciclo que bajo el epígrafe Focus Flujo de soledad: Tsai Ming-liang ofrece la mayor retrospectiva del cineasta taiwanés en nuestro país durante los meses de septiembre y octubre, en el madrileño cine Doré, gracias a la colaboración entre Filmoteca Española, el Ministerio de Cultura de Taiwán, la Oficina Económica y Cultural de Taipéi en España y el Spain Moving Images Festival (SMIF), nos permite reflexionar sobre la pertinencia, el significado y el futuro de la obra de uno de los creadores audiovisuales más importantes de finales del siglo XX, en un momento tan complejo como el que atraviesa hoy el arte cinematográfico.
Desde que irrumpiera en el marco de la segunda oleada de la conocida como Nueva Ola del cine taiwanés, en los años 90 del siglo pasado, Tsai Ming-liang ha llegado a convertirse en uno de los creadores de referencia dentro del moderno cine de autor. Precedido por nombres como los de Edward Yang, Te Chen Tao o Yi Chang, y compañero de viaje de directores más familiares para nosotros como Hou Hsiao-hsien o Ang Lee, Tsai Ming-liang ha encajado especialmente bien en la sensibilidad de buena parte de la crítica y los espectadores occidentales, gracias a la creación de un mundo propio que, asumiendo su herencia asiática, trasciende cualquier marco geográfico o cultural, para convertirse en universal. Buena parte de esta universalidad es voluntaria, pues el mismo Tsai afirma no sentirse perteneciente a ningún país o lugar concreto. Nacido en Malasia de familia china, a los veinte años el futuro director se trasladó a Taiwán, pasando de vivir en Kuching, una pequeña ciudad de provincias del sudeste asiático, a graduarse en cine y teatro en la Universidad Cultural China, estableciéndose en la populosa Taipéi.
La llegada de Tsai Ming-liang coincidió con un periodo de cambio histórico en Taiwán, que durante los años 80, tras las masivas protestas populares de la década anterior, comenzó un imparable proceso de transición democrática, que vería en 1987 el final de la Ley Marcial y las primeras elecciones libres en 1996. En este marco de apertura, conquistas para la libertad de expresión y cambios sociales tan radicales como traumáticos, Tsai quedó fascinado por el cine de la Nouvelle Vague y el Neorrealismo italiano en particular, y por los Nuevos Cines en general, que tiene la oportunidad de conocer a fondo en la Universidad. Es un momento único para los jóvenes cineastas taiwaneses, que desarrollan una mirada cinéfila, comprometida con el retrato crítico y ácido del nuevo mundo que se abre ante sus cámaras.
Soledad, silencio y sandías
Desde su primer largometraje, Rebels of the Neon God (1992) quedan ya marcadas algunas de las pautas que seguirán siendo a lo largo de los años fundamentales dentro del universo formal y emocional del cine de Tsai Ming-liang. Claramente inspirada en una de sus películas fetiche, Los 400 golpes (1959) de Truffaut, esta historia mínima de rebeldes juveniles sin causa por las calles de Taipéi, se ofrece casi desnuda al espectador, con un acompañamiento musical exiguo, que desaparecerá en la mayoría de sus futuras obras, plena de largos planos, que se recrean sensualmente en sus protagonistas, anunciando ya la eclosión esteticista de sus siguientes obras. También aparece aquí ya su actor fetiche: Lee Kang-sheng, a quien contrató unos años antes para su producción televisiva All the Corners in the World (1989) y que se convertirá en su compañero inseparable, transformando su filmografía en una suerte de biografía imaginaria de Lee, modelada hasta cierto punto sobre el Antoine Doinel de Truffaut (no en vano Jean-Pierre Léaud aparece en dos de los filmes del taiwanés).
Pero es con Vive L´Amour (1994), triunfadora en el Festival de Venecia, con la que la crítica internacional queda deslumbrada. Abundando en su estético estatismo hasta llevarlo al éxtasis formal, Tsai Ming-liang se define claramente como el glosador por excelencia de la soledad, el desamor, la alienación y la incomunicación humanas, en medio de una atmósfera de decadencia urbana que raya a menudo en lo abisal (callejones solitarios bajo neones nocturnos, lluvias perpetuas, descampados y vertederos, pisos, apartamentos y edificios desolados y desoladores…), construyendo sus planos con precisión arquitectónica de interiorista exquisito, evitando tanto los diálogos innecesarios como la música incidental, salvo cuando introduce, por sorpresa, canciones de viejos musicales del cine hongkonés que veía de niño y adolescente, con sensibilidad camp plena de sugerencias homoeróticas. Conservando un mismo núcleo no sólo de actores, sino también de personajes, cuya evolución en el vacío seguimos película a película, Tsai Ming-liang construye un universo personal e intransferible, que expone con romanticismo soterrado y en clave de melodrama cinéfago minimalista, su capacidad para retratar la soledad, el onanismo y el aislamiento íntimo que constituyen la esencia del ser humano mismo.
Exacerbando hasta un paradójico barroquismo estático la sobriedad y desnudez de Antonioni y Bresson, Tsai aborda el dolor físico y moral (The River, 1997), la contingencia (What Time Is It There?, 2001), la nostalgia (Goodbye, Dragon Inn, 2003, homenaje al clásico wuxia de King Hu), la familia (I Don´t Want Sleep Alone, 2006), la cinefilia (Visage, 2009) y la alienación social (Stray Dogs, 2013), dejando espacio también para la fábula surrealista, la sátira y la imaginería onírica, erótica y apocalíptica (The Hole, 1998; El sabor de la sandía, 2005), por supuesto, todo ello al tiempo y a la vez, concentrado en pequeñas grandes historias donde la soledad, el silencio y las sandías, conspiran para darnos una visión paradójicamente pesimista y compasiva al tiempo de la existencia, contra un marco de decadencia urbana y globalización incapaz de llenar el vacío que nos separa a unos de otros, salvo por los estrechos agujeros que comunican nuestros sueños y deseos.
El fin de los días
En 2013, tras Stray Dogs, Tsai Ming-liang anunciaba su abandono del formato del largometraje, para centrarse en su también larga y prolífica carrera de creador audiovisual, cuyos cortometrajes, trabajos televisivos, ensayos de no-ficción y documentales han sido exhibidos a lo largo de los años en museos, galerías de arte y canales de televisión e internet, muchos de los cuales forman también parte de la
retrospectiva que ofrece ahora Filmoteca. Tanto por motivos de salud como por su insatisfacción con el modelo de distribución y exhibición cinematográfica actual no sólo de su país, sino internacional, el director taiwanés, como muchos de sus coetáneos (Hou Hsiao-hsien, el tailandés Apichatpong Wheerasetakul, etc.) ha buscado refugio en el circuito artístico audiovisual, más libre e independiente. Y, sin embargo, es evidente que el amante de Truffaut y Antonioni, de los viejos musicales de Grace Chang y las películas de artes marciales de King Hu, ha nacido para hacer cine: su mirada, nunca es tan plena y perfecta como cuando se plasma en la gran pantalla, a través del celuloide.
Quizá por ello este año tan singular, que parece cumplir la profecía de The Hole (su musical con virus pandémico, kafkianas cucarachas humanas y final feliz), Tsai Ming-liang ha vuelto al cine con Days. Ha vuelto a su universo, sentimental y austero al tiempo, por supuesto con Lee Kang-sheng, para mostrarnos en pleno siglo XXI, la era de la comunidad digital (más digital que comunidad), de la aldea global (más aldea que global) y de las autopistas de la información (donde hay más siniestros que información), que su cine es todavía necesario y relevante, porque ilustra como ninguno que seguimos siendo enfermos incurables de un virus al que el Covid19 no ha hecho más que alimentar: el de la soledad.