Rafael Azcona fue sin duda el guionista español más importante del siglo XX. Ganador de siete Goyas, por películas como El bosque animado (José Luis Cuerda, 1987) o ¡Ay, Carmela! (Carlos Saura, 1990), sus títulos más conocidos los firmó para películas de José Luis Berlanga y Marco Ferreri. Con el primero firmó títulos míticos como Plácido (1961) o El verdugo (1963) que ofrecen un retrato devastador de la España franquista. Con el segundo, otras joyas como El pisito (1959) y El cochecito (1960). Si el cine, como quería Stendhal de las novelas, puede ofrecer un “espejo a lo largo del camino”, son películas con la capacidad de transportarnos a una época y un mundo para explicárnoslo con fuerza y rigor.
En tiempos de censura, nos encontramos con unas películas en las que no salen desnudos ni se dicen tacos pero que son profundamente críticas e incluso pesimistas. Un cine audaz y mordaz que no busca complacer al público sino al contrario, mostrar en crudo lo peor del alma humana encarnada en una España gris e hipócrita vencida por sus propios demonios. Es una España de miseria y supervivencia en la que campan a sus anchas la ruindad, el saqueo y la estrechez de miras. Producto sin duda del desencanto provocado por la barbarie de la Guerra Civil, no solo guionistas como Azcona y directores como Ferreri o Berlanga, también encontramos esa misma mirada angustiosa en la obra de cineastas mayores como Juan Antonio Bardem o Fernando Fernán Gómez. A veces parece que los imperativos del good feeling y el miedo a las masas enfurecidas pueden ser peor censura que los propios franquistas.
Hace un par de años, Víctor García León (Madrid, 1976), regresaba al cine tras un largo silencio con la divertidísima Selfie, en la que rescataba esa mirada vitriólica del maestro Azcona. Protagonizada por un pijo frívolo pero no tonto (Santiago Alverú), la película nos ofrecía una brillante panorámica de un Madrid sometido a la crisis, desde el azote de la corrupción en las zonas adineradas a los grupos de izquierdas en Lavapiés. Tirando de incorrección política, el director nos mostraba una ciudad enloquecida y desigual a través de la caída a los infiernos de un personaje tan odioso como encantador.
No es casual, por tanto, que García León regrese detrás de la cámara adaptando una novela de Azcona, Los europeos, publicada en 1960 por Tusquets. Trata un momento clave de la historia española, quizá el reverso del momento actual, cuando la llegada masiva de turistas extranjeros a nuestro país puso a nuestros compatriotas frente a un espejo que ponía de relieve el atraso económico y social pero también moral del país. Hay aquí una mirada muy poco piadosa sobre los españoles, encarnados por ese Miguel Alonso (Raúl Arévalo), un joven madrileño de vacaciones en Ibiza que se queda anonadado con una chica francesa que fuma y baila hasta la madrugada.
En una Ibiza hermosa previa a su masificación turística, el personaje de Arévalo está acompañado por Antonio (Juan Diego Botto), otro joven como él, en este caso hijo de una familia rica y con mucho más mundo que su amigo. El paleto de barriada y el niño bien amoral forman una buena pareja y tanto Arévalo como Botto son dos excelentes actores. El primero representa el espíritu mezquino y provinciano de la clase media y baja; el segundo, el cinismo despreocupado de la alta. El problema es que tanto Arévalo como Botto son demasiado mayores para sus personajes, a los que llevan como mínimo quince años, y la película nunca acaba de ser del todo creíble por culpa de ello.
Bien rodada y bien contada, García León construye una película más dura de lo que parece al principio, cuando da la impresión de que asistimos al despertar a la vida de un joven poco sofisticado pero con buen corazón. Es una historia que hemos visto muchas veces en película de los 70 en la época del “destape” protagonizadoa por actores como José Luis López Vázquez o Pajares y Esteso desde la comedia burda cuando no soez, la historia del españolito pacato y reprimido con la boca abierta ante la voluptuosidad de “las suecas”.
Los europeos va mucho más allá. No solo plantea una versión desgarradora del clásico “amor veraniego”, también propone una visión mucho más cáustica y brutal sobre la propia españolidad. No se trata de que haya una diferencia en las costumbres o en el grado de desarrollo entre los españoles y el resto de Europa, es más profundo y peor, es un mal moral que arrastramos sin darnos cuenta, un individualismo atroz, seco, frío y miserable.