En este punto, cuando ya tendrá casi enlatada su película sobre Jesucristo, acaso su anticipada obra-destino, la llegada a nuestro país de Knight of Cups (18 de septiembre) y Song to Song (25) permiten completar un recorrido por el cuaderno de notas de Terrence Malick. Realizadas en sucesión antes de Vida oculta (2019), que ya llegó hace unos meses a nuestras salas, el estreno conjunto de ambos filmes subraya la naturaleza de ambas obras como partes de un díptico. Pretendido o no, el anclaje común que conecta las dos películas es manifiesto tanto en sus entornos y tipologías narrativas como en las búsquedas formales y, tratándose de Malick, espirituales.
Mientras en Knight of Cups (2015) el entorno es Hollywood, en Song to Song (2017) es la escena musical de Austin la que actúa como telón de fondo. Sentimos en todo momento que miramos a través de los ojos de un insider que cultiva la mística en universos entregados a los placeres materiales y la corrupción del alma. Un guionista y dos músicos. Tres vividores atormentados que encadenan aventuras amorosas y sexuales, interpretados por Christian Bale, Michael Fassbender y Ryan Gosling, que transitan por las trastiendas de negocios culturales y cunas del poder donde la búsqueda de placer inmediato está a la orden del día. Son personajes que se han acostumbrado “a jugar con la llama de la vida”, que han alcanzado un punto de retorno existencial y quizá padecen anhedonia. Se entregan al hedonismo pero ya no sienten placer, buscan el amor como si fuera un absoluto que solo pudiera reconstruirse mediante la suma de distintos tipos de amor: espiritual, filial, romántico… El sentido cosmológico de Malick se relaciona, o se confunde, en estos dos filmes con la desnudez de unos cuerpos desesperados, en busca de su salvación. Eros y cosmos.
En 'Knight of Cups' Los Ángeles y Las Vegas son como planetas habitados por criaturas ultraterrenales
Otra relación que define ambas películas es la suntuosidad. No es algo extraño en el autor de La delgada línea roja (1999). En este caso el término debemos asociarlo al lujo y el exceso, a la épica de unas vidas que anhelan la armonía interior. En Knight of Cups, Malick observa Los Ángeles y Las Vegas como planetas distantes habitados por criaturas ultraterrenales. Las presencias que gravitan por la pantalla se sienten no tanto como personajes sino como símbolos e incluso apariciones. En la tradición anglosajona, los alter-ego de Malick son en estas dos piezas genuinos wanderers, individuos arrojados a un proceso de autodescubrimiento a partir de sus encuentros y desencuentros con sus semejantes, especialmente del sexo opuesto. Tan determinante es la presencia femenina como la masculina en estas dos películas, mediante el retrato de una galería de cuerpos y almas (estrellas hollywoodenses) que guían el destino y alumbran las revelaciones de los protagonistas. Hasta el punto de que será el personaje de Rooney Mara quien ocupe el centro de atención en el reparto coral de Song to Song.
Descenso a los infiernos
Por supuesto, no hay construcción dramática ni diálogos, apenas momentos impresionistas de soledad o euforia que quieren dibujar una historia familiar, un descenso a los infiernos, solo como pretexto de otras aspiraciones, que el espectador decidirá si considera más altas o no. ¿Implica el sacrificio del relato mayor riqueza o profundidad? Lo que interesa a Malick son las figuras en el paisaje, el modo en que se interrelacionan y se producen las rupturas entre la corporeidad humana y su entorno –sea unas pirámides, un desierto, un rascacielos o un escenario–, la simbología que construye con todo eso, el filamento líquido que les une y genera ese flujo que se pierde, en sus peores momentos, en el lenguaje y la estética publicitaria (las revistas de arquitectura, como lo eran en Kubrick, deben ser una parte importante del trabajo de investigación), pero que también sigue encontrando afluentes de poesía (o de trazos poéticos) en su búsqueda.
El método quizá pasa por sumergirse en los entornos y alterarlos para la película. Malick extrae solo para reconstruirlo (o corromperlo) cierto flujo documental de Song to Song y Knight of Cups con los “decorados” naturales, con las presencias y cameos de actores y músicos, de representantes y productores, transitando y haciéndonos transitar por un lugar que está más allá de lo real y más acá de la ficción. Que Christian Bale dé vida a un elemento de Hollywood hastiado de sí mismo y su estilo de vida no deja de jugar en favor de una noción que no necesita ser explicada, ni siquiera interpretada, basta con verla encarnada en un personaje que se confunde con la persona que lo incorpora. Paradigmático es también el breve encuentro entre los personajes (y las personas) de Michael Fassbender y Natalie Portman con los Red Hot Chilli Peppers en el reservado de un festival de música. Las películas de Malick, en este punto, son como danzas. Podemos sentir el extravío de actores tan sólidos como Christian Bale, Rooney Mara, Cate Blanchett, Natalie Portman, Antonio Banderas o Ryan Gosling. Es el desconcierto de unos profesionales en una película sin papel ni escenas a la vieja usanza, o que deben actuar como si constantemente estuvieran entrando o saliendo de la escena, del envoltorio de algo que es más sustancioso pero que debemos llenar nosotros.
En 'Song to Song', los temas musicales juegan como comentarios a pie de página, ya sean de Bob Dylan o de Patti Smith
Y también reconstruir cronológicamente, pues unos y otros capítulos y personajes se cruzan, saltan atrás y adelante en el tiempo. En este sentido, ambos filmes juegan con la serendipia, que nos permite encontrar algo valioso cuando se busca algo distinto, y que no deja de ser una forma figurada de describir el cine del autor norteamericano. En el caso de Knight of Cups y sus referencias a cartas del Tarot (no solo en su título, también sus diversos capítulos) la estructura es la propia narrativa, pues se espeja en el bloqueo creativo del protagonista (que no es capaz de salir del segundo acto de su guion), de modo que los saltos temporales actúan como significados ocultos en la película. Seguramente a Malick tampoco le interese especialmente la construcción de un relato a pesar del esfuerzo de los actores por encontrar su sitio en el cuadro, pintado casi enteramente en la hora mágica, con el delicado pincel de Emanuel Lubezki, que logra filmar los escenarios y los cuerpos con sensualidad y sentido metafísico al mismo tiempo. Eso el cine lo encuentra en pocas ocasiones.
Cuando Adrian Brody, Sean Penn o Brad Pitt, decepcionados, desaparecieron como intérpretes de las imágenes de los anteriores filmes de Malick para someterse a desfilar como espectros (o figuras en el paisaje) sin rumbo, todavía quizá no eran conscientes del cine del vacío hacia el que se internaba el genio de Texas. Los grandes actores que hoy trabajan para él sin rechistar deben saber en todo caso dónde se meten y que pierden el control de lo que veremos en el mismo momento en que pisan un rodaje sin apenas guion. Malick graba a sus actores improvisando, paseando, llorando, danzando, golpeándose, acariciándose, jugando o literalmente haciendo el chimpancé. Los filma en espacios naturales y arquitectónicos que subrayan el aislamiento de unas vidas suspendidas en la burbuja social del lujo y, sobre todo, de su estado interior, que las características voice-over polifónicas de su cine propulsan hacia la pretendida trascendencia. Es la voz del confesionario, si queremos, que también sustituye con breves sinopsis la morosidad narrativa del relato, los apuntes descriptivos de los personajes, aquello que hacen y aquello que son. Sus causas.
Esa forma de entrar y salir de la escena que deben sentir los intérpretes y que el cineasta ha depurado hasta casi el paroxismo en cada secuencia, es también la que nos invita a sentir como espectadores, pues pareciera que el cineasta nunca nos permite entrar pero tampoco salir del todo de sus películas. Como si lo idóneo y apropiado fuera poder experimentarlas en estado de duermevuela, no parecen construirse, sino crecer de modo orgánico, casi a ciegas, siguiendo un proceso de reescritura en pos de un vacío que solo puedan llenar las imágenes y los sonidos. En Song to Song, incluso, los temas musicales juegan como comentarios a pie de página, sean temas de Bob Dylan, Patti Smith o Del Shannon. Y así, película a película, en el enfebrecido siglo XXI de la era digital, Malick entrega como montaje final de este díptico algo que se parece más al montaje inicial, al que se construye en la mente cuando se piensa la película, como en un sueño.
Camino de redención
Como cabe esperar en el megalómano autor de El árbol de la vida, el pathos de ambas películas camina hacia una exploración mística, que se resiste a mostrar su belleza en entornos urbanos y viviendas acristaladas donde se sirven cócteles al borde de la piscina. Hay un camino hacia la redención en sus búsquedas amorosas. Cuando Malick filma a Patti Smith contando su historia de monogamia con el hombre al que amó por encima de todo, surge el contraste con la figura cuasi satánica de promiscuidad, perversión y perdición que representa el cuerpo (pero no las palabras, pues apenas las tiene) de Fassbender. El filme busca su identidad en las colisiones entre lo que vemos y lo que predica. Así, no habría escena más ridícula en manos de otro director que la de un hombre asistiendo al espectáculo de una stripper, con la cámara en contrapicado, mientras musita con gravedad: “¿Cómo puedo alcanzarte?”. Quizá solo Malick puede hacerlo.
Se intuye o se detecta un importante trabajo de destilación en la sala de montaje, o más bien de escritura, pero todo ello para acabar con la sensación de que el esbozo es la obra terminada. O el sueño que soñó la película antes de hacerse.