Debido a un malentendido, unos espías confunden a Roger O. Thornhill, un ejecutivo del mundo de la publicidad, con un agente del gobierno llamado George Kaplan. Secuestrado por tres individuos y llevado a una mansión en la que es interrogado, consigue huir antes de que lo maten. Pero cuando al día siguiente regresa a la casa acompañado de la policía, le espera una sorpresa. Así arranca Con la muerte en los talones (1959) -gran acierto de los dobladores del título, que por una vez mejoraron el soso título inglés: North by Northwest-, uno de los grandes clásicos de Alfred Hitchcock, considerada como una de las mejores películas de la historia del cine. Coincidiendo con el 40 aniversario de la muerte del maestro del suspense, 39 escalones reestrena en cines este vibrante filme que cuenta con varios reclamos para volver a disfrutarlo o descubrirlo por primera vez.
El Hitchcock más entretenido
Quizá hoy Hitchcock sea más recordado por ofrecer al espectador vértigos, psicosis y pájaros asesinos, es decir, su vertiente más siniestra e introspectiva, pero el maestro del suspense volvió una y otra vez a un argumento que le permitía imprimir a la narración un ritmo endiablado y un humor chispeante: la del protagonista que huye para evitar ser arrestado por un crimen que no ha cometido. Pocos artefactos cinematográficos han logrado a lo largo de la historia ser tan entretenidos como los que desarrolló el maestro del suspense a partir de esta premisa: desde la película muda El enemigo de las rubias (1927) a la tardía y grotesca Frenesí (1972), pasando por la seminal 39 escalones (1935) o la kafkiana Falso culpable (1956). Pero de todas ellas, la mejor sin duda alguna es Con la muerte en los talones, un filme que no da tregua, en el que si no estamos prendados por el carisma de Cary Grant, alucinamos con las secuencias de acción, con el toma y daca entre el protagonista y Eva Marie Saint, con los continuos e inesperados giros de guion o con la puesta en escena del bueno de Hitch. Sin olvidar el rimbombante score de Bernard Herrmann o los magistrales créditos de Saul Bass. Puro y gozoso cine de evasión.
Cary Grant en todo su esplendor
Ninguna estrella de Hollywood pudo compaginar tan bien como él elegancia y sentido del humor. Cary Grant, con su privilegiado físico y su simpatía congénita, brilló en todo tipo de películas, pero lo hizo especialmente en comedias tan míticas como La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) o Arsénico por compasión (Frank Capra, 1944). Con Hitchcock trabajó hasta en cuatro ocasiones: Sospecha (1941, junto a Joan Fontaine), Encadenados (1946, con Ingrid Bergman), Atrapa a un ladrón (1955; con Grace Kelly) y Con la muerte en los talones. Si todas ellas son clásicos incontestables, es en esta última película donde Grant da lo mejor de sí mismo. Y es que si a alguien le podía sentar bien el traje gris de publicista a la fuga es a un Cary Grant que ofrece un recital en los apartados de expresión facial y control del cuerpo. A pesar de que Roger Thornhill no tiene un momento de respiro en todo el metraje, siempre nos creemos su capacidad de sobreponerse a las adversidades a través del ingenio y la ironía. Al fin y al cabo, no estamos ante un superhéroe sino ante un hombre normal en una situación extraordinaria. Cuenta la leyenda que Grant nunca tuvo en su cabeza una idea clara de lo que ocurría en la trama y hasta el estreno del filme siempre estuvo convencido de que el filme sería un desastre. En realidad, Hitchcock provocó esta situación para que el desconcierto del actor se colara en la pantalla. Las artimañas de un genio.
A vueltas con el MacGuffin
¿Alguien recuerda con claridad los detalles de la trama de espionaje en la que se ve involucrado el protagonista de Con la muerte en los talones? ¿Acaso importan esos detalles para disfrutar de la película? Pues la verdad es que no. Hitchcock acuñó con el término McGuffin ese agujero negro alrededor del cual orbitan todos los acontecimientos y personajes de la trama de algunas de sus películas, aunque en realidad no tiene la mayor relevancia para la trama en sí misma. Así se lo explicaba el propio director a Françoise Traffaut durante en las conversaciones que dieron lugar al mítico libro El cine según Hitckcock: “La palabra procede de esta historia: Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro “¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?”. El otro contesta: “Ah, eso es un McGuffin”. El primero insiste: “¿Qué es un McGuffin?”, y su compañero de viaje le responde: “Un MacGuffin es un aparato para cazar leones en Escocia”. “Pero si en Escocia no hay leones”, le espeta el primer hombre. “Entonces eso de ahí no es un MacGuffin”, le responde el otro”. ¿Les queda más claro el asunto? En Con la muerte en los talones, el MacGuffin son ciertos secretos de estado que los antagonistas intentan sacar del país, pero solo al final y de pasada el espectador accede a una información a la que cualquier otro director le hubiera dado una importancia capital.
Una lucha ‘algo’ desigual
50 años después quizás sea este el punto más discutible de Con la muerte en los talones y, sin embargo, también se trata de una de las secuencias más legendarias del cine. Hablamos del ataque de la avioneta, por supuesto. Siete minutos de tensión sin acompañamiento de música, planificados con absoluta precisión y montados de manera magistral. El bueno de Thornhill, tan confuso como acostumbra, se baja de un autobús en una parada situada en una planicie marrón y desértica de Chicago. Allí, debe aparecer alguien, pero no sabe bien quién ni para qué. El protagonista, desconcertado y alerta, mira varios coches pasar. Al rato un hombre se sitúa en el lado opuesto del arcén. “Qué raro, ese avión está fumigando donde no hay cosechas”, le espeta a Thornhill, antes de subirse en otro autobús y desaparecer. El protagonista se queda de nuevo solo y posa su mirada en la avioneta, que parece que se dirige hacia su posición. Y, efectivamente, y para asombro de Thornhill, trata de hacerlo picadillo con su hélice descendiendo a ras de suelo. Así arranca una pelea del todo desequilibrada entre el hombre y la máquina, que acaba de manera algo abrupta cuando la avioneta choca contra un camión cisterna que casi atropella al personaje de Cary Grant. Técnicamente prodigiosa para la época, vista hoy, la secuencia resulta algo ridícula ya que el plan de asesinar a Thornhill desde el aire es demasiado rocambolesco, cuando dos matones hubieran sido sin duda más efectivos. Sin embargo, la secuencia también ayuda a refrendar el aire pesadillesco del conjunto, una película en la que el protagonista no puede parar a pensar en la coherencia de lo que le ocurre y simplemente debe seguir hacia delante.
Un romanticismo de vieja escuela
Sophia Loren, Grace Kelly y Kim Novak sonaron para el papel de Eve Kendall, pero finalmente fue Eva Marie Saint, que había logrado unos años antes el Óscar a la mejor actriz de reparto por La ley del silencio (Elia Kazan, 1954), quien se llevó el gato al agua. Desde luego, la actriz cumplía con el perfil de actriz que le gustaba a Hitchcock (que consistía básicamente en tener una primorosa cabellera rubia), y en la película derrocha fotogenia y química con Grant. Para el recuerdo, todo el toma y daca que protagonizan en la secuencia del tren, en especial, la escena del beso, una de las más ardientes que filmó Hitchcock en su dilatadísima carrera.