Festival de San Sebastián: 'Beginning' rompe la banca
El jurado concendió cuatro galardones a la ópera prima de Dea Kulumbegashvili, sin duda una de las películas más relevantes, rompedoras y polémicas de la 68ª edición del Festival de San Sebastián
26 septiembre, 2020 23:35En la ruleta de los premios, el jurado presidido por Luca Guadagnino se marco un rien ne va plus otorgando cuatro galardones a Beginning (Dea Kulumbegashvili, 2020), sin duda una de las películas más relevantes, rompedoras y polémicas de la 68ª edición del Festival de San Sebastián. Todo lo que esa apuesta tiene de valiosa -premiar a una directora novel que rompe las costuras de determinadas tradiciones de las que es deudora- lo tiene, también, de excesiva. En un certamen en el que no hubo filmes incontestables, acumular los méritos a la mejor película y a la mejor dirección se presumían como una decisión coherente, pero sumar a esos dos el de mejor actriz (para Ia Sukhitashvili) y el de mejor guion (compartido por la directora y Rati Oneli) desmerecen otros trabajos igualmente reconocibles como los de las interpretes Laetitia Dosch (Passion Simple) o Romina Escobar (Nosotros nunca moriremos) o los guionistas Eduardo Crespo, Santiago Loza y Lionel Braverman (Nosotros nunca moriremos) o Danielle Arbid. Quizá esta extraña edición pedía una menor concentración de premios, por más que discutir las bondades de la película de Kulumbegashvili sea una tarea tan difícil como grata (como ya se apuntó en estas crónicas, es un filme que incita al debate encendido).
El premio más discutible fue el de mejor fotografía para Yuta Tsukinaga por Any Crybabies Around? (Takuma Sato, 2020), técnicamente irreprochable pero menos consistente que el de Eitvydas Doskus en In the dusk (Sharunas Bartas, 2020), por poner el ejemplo más evidente. También se le pueden poner no pocos reparos al Premio Especial del Jurado, concedido a Crock of Gold: A Few Rounds with Shane MacGowan, el documental musical de Julien Temple sobre el líder del grupo The Pogues que no aporta nada a la probada fórmula con la que el director de The Filth and the Fury (2020) lleva experimentado décadas. La ecuanimidad hizo acto de presencia con el reconocimiento al elenco de protagonistas de Druk/Another Round (Thomas Vinterberg, 2020), póker de actores sobre el que pivota este filme coral, por más que Mads Mikkelsen acapare todos los focos y oculte a Thomas Bo Larsen, Magnus Millang y Lars Ranthe, apoyos necesarios para que el último Hannibal Lecter brille como suele.
El premio del público recayó en The Father (2020) en la que Florian Zeller adapta, con la ayuda de Christopher Hampton, su propia obra teatral sobre un hombre de avanzada edad que empieza a mostrar los primeros síntomas del Alzheimer. El duelo interpretativo entre Anthony Hopkins y Olivia Colman, que interpreta a su atribulada hija, sostiene una función que logra evitar algunos tics habituales en las producciones procedentes del teatro gracias a un expresivo uso del montaje que desorienta la narración en la misma medida que se nubla la mente del protagonista. La película, que llegó a San Sebastián procedente del festival de Sundance, fue la mejor valorada dentro de la Sección Perlas, una selección de títulos que vienen avalados por su éxito en otros certámenes internacionales en la que este año pudieron verse, entre otras, Nomadland (Clhoé Zhao, 2020) -León de Oro en Venecia y premio del público en Toronto- Nuevo orden (Michel Franco, 2020) –gran premio del jurado en Venecia- o Never Rarely Sometimes Always (Eliza Hittman, 2019) –premio del jurado en el Festival de Berlín. Además, el premio del Público a la Mejor película europea fue para El agente topo (Maite Alberdi, 2020), un documental que adopta la forma de una película de espías para ir transformándose, siendo fiel a las premisas del género que fagocita, en una lectura sobre la soledad de nuestros mayores. Una obra humilde, delicada y, en su primera mitad, muy divertida.
En cuanto al resto de laureles, recayeron en La última primavera (Isabel Lamberti, 2020), mejor película del apartado Nuevos Directores en el que recibió una mención Slow Singing (Dong Xingyi, 2020). El Premio Horizontes fue para Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020) mientras que la mención especial ha sido para Clarisa Navas por Las mil y una (2020). El premio Zabaltegi-Tabakalera se lo ha llevado Catarina Vasconcelos con A metamorfose dos pássaros (2020), siendo la mención especial para The Woman Who Ran, de Hong Sang-soo, que venía de ganar la mejor dirección en la pasada Berlinale.
El Premio Orona-Nest ha sido para Catdog (Ashmita Guha, 2020) con mención especial para The Speech (Haohao Yan, 2020). El Premio Irizar al Cine Vasco fue para Ane (David Pérez Sañudo, 2020) mientras que Non dago Mikel?, de Amaia Merino y Miguel Ángel Llamas, ha obtenido una mención especial. Por último, el premio TCM de la juventud ha sido para Ben Sharrock por Limbo (2020), aunque el mayor reconocimiento que se le puede hacer al certamen no está en su palmarés ni siquiera en su notable selección, sino en la excelente organización que ha conseguido llevar a buen puerto una edición complicada, no exenta de incidentes (como la expulsión del director Eugène Green por no respetar los protocolos sanitarios) y marcada por una pandemia que ha supuesto un durísimo golpe para el mundo del cine, varapalo que festivales como Zinemaldia tratan de contrarrestar desde el rigor y la suma de fuerzas.
Trueba, Preisner y el sentimentalismo
Allá por el año 2015, fecha que ahora parece lejanísima, dentro de la sección que el Festival de Málaga dedica al formato documental se proyectó Carta a una sombra, primera adaptación de la novela de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Aquel retrato memorístico venía firmado por Daniela Abad (hija de Faciolince) y Miguel Salazar. Ambos suturaban con hilo invisible los numerosos retazos de memoria familiar procedentes de diferentes fuentes, desde el archivo (visual y sonoro) doméstico hasta las imágenes emitidas por la televisión de la época. Todo ello se ordenaba para reconstruir la esfera más íntima de la vida (y de la muerte) de Héctor Abad Gómez, médico y profesor al que su grado de compromiso con cuestiones como la salud pública y los derechos humanos, le impedían vivir de espaldas a una sociedad marcada por la pobreza, las desigualdades y la violencia. Pudo haberlo hecho sin dificultad alguna, puesto que su asesinato se produjo cuando ya, forzosamente jubilado, decidió defender a sus conciudadanos más desprotegidos presentándose a la alcaldía de Medellín, lo que lo convirtió en objetivo prioritario de los paramilitares y en víctima de la guerra intestina que enfrentaba a los guerrilleros de las FARC con el ejército.
En aquel documental, la colisión entre las revelaciones íntimas y los vaivenes de la Historia colombiana hacían saltar la emoción. Con el cambio de formato, del documental a la película de ficción, la búsqueda de la emotividad exige otros procedimientos y, en su adaptación de El olvido que seremos, Fernando Trueba se apoya en la barroca música compuesta por Zbigniew Preisner y en la fotografía de Sergio Iván Castaño -en color para la infancia de Abad Faciolince (Juan Pablo Urrego), el blanco y negro para el presente narrativo- para guiar los sentimientos del espectador: la afectación como ruta más corta hacia el llanto. Especialmente en su cuarto de hora final, la última película del director de El artista y la modelo (2012) se torna cargante ante tanta insistencia. No es que anteriormente se decante por formas más sugerentes, pero la vibrante biografía de Abad Gómez podrá quedar distorsionada por el uso de unos recursos anticuados, pero es difícil que pierda un ápice de interés (ayuda, también, la acertada interpretación de Javier Cámara). El filme, que ha clausurado la 68ª edición de Zinemaldia, se esfuerza por perseguir con denuedo la agitación del espectador -esa secuencia en la que su hija menor está a punto de ahogarse, casi una set-piece de película de terror de bajo presupuesto- o de provocarle el desconsuelo para que todo el mundo se lleve a casa una parte del dolor inconmensurable que padeció la familia de Abad Gómez. Quizá la única secuencia rescatable sea la del nacimiento del primer nieto del doctor, en la que la vida y la muerte (su hija tiene un melanoma) se dan la mano en un plano general compuesto con criterio -es decir, colocando a los personajes en el encuadre en función de las relaciones que existen entre ellos- y en el que la tristeza se filma pudorosamente (Cámara, llorando vuelto hacia la ventana, sin que nadie lo note). Más allá de ese apunte, la película solo servirá a aquellos que desconozcan el valor de la inmensa labor que Héctor Abad Gómez realizó para lograr que su país fuera más libre.