Pedro Costa (Lisboa, 1959) ha dedicado su filmografía a narrar una historia alternativa y profundamente melancólica de Portugal a través de las vivencias de la comunidad de Cabo Verde que poblaba el hoy demolido barrio lisboeta de Fontainhas. En cualquier caso, y gracias a la magia del invento de los Lumière, cada nuevo filme del director supone un regreso a ese dédalo de casas ruinosas que empezó a retratar en Huesos (1997) y que se encuentra en el centro de dos obras fundamentales del cine contemporáneo como En el cuarto de Vanda (2000) y Juventud en marcha (2006).
En Vitalina Varela –que llega a las salas este viernes, más de un año después de ganar el Leopardo de Oro en Locarno–, nos encontramos con la historia de una campesina caboverdiana que llega a Lisboa para asistir al funeral de su marido, que se marchó a Portugal para buscar trabajo 25 años antes. Lamentablemente, Vitalina llega tres días tarde al entierro y se refugia en la casa del difunto para pasar el duelo. Allí descubre la vida del hombre que la abandonó tanto tiempo atrás, las cenizas de su relación y la soledad como nunca antes la había experimentado.
Basada en la propia vida de esta inmigrante que se interpreta a sí misma (y que también fue premiada en Locarno), Vitalina Varela es un paso más en la consolidación de una estética que ahonda en el tenebrismo y el claroscuro a partir de la tecnología digital, y en una ética del trabajo basada en la empatía y en el compromiso con los actores no profesionales y con el equipo.
Pregunta. Vitalina ya aparecía en su anterior película, Caballo dinero (2014). ¿Por qué decidió dedicarle un filme?
Respuesta. La primera vez que vi a Vitalina fue un momento muy intenso, casi una aparición, así que me decidí a integrarla en Caballo dinero en un pequeño papel. Nos volvimos muy próximos a raíz de esta experiencia y empecé a conocer muchos episodios de su vida. Ella se encontraba en el momento más negro de su duelo por lamuerte de su marido y, en principio, me inquietó bastante la idea de hacer una película sobre ese tema porque sabía que sería complicado para todos. No obstante, también sentí que después de varios filmes que abordaban la inmigración desde un punto de vista masculino, con el retrato de esos hombres quebrados, malditos, traicionados y enfermos de la diáspora caboverdiana, quizá ahora me podía acercar a ese mundo desde un prisma más femenino.
P. ¿Cómo trabajó con Vitalina para dar forma a la historia?
R. Mi forma de trabajar es un poco abstracta y tiene escasa relación con los mecanismos del cine más convencional. Vitalina me relataba su experiencia y yo me limitaba a escuchar para entender cuáles eran las líneas y sustratos fundamentales de la narrativa. Mientras, el resto del equipo ya estaba buscando ambientes, espacios, un tipo de luz concreta, una atmósfera determinada… Siempre he dicho que el trabajo en el cine debería estar más próximo a la realidad concreta del trabajo en el resto de oficios. Debería ser algo que se haga todos los días, una rutina que pueda llegar a ser incluso aburrida. Para nosotros el tiempo es vital.
P. Sintetizar todo eso en el guion no debe ser fácil…
R. La biografía de Vitalina es una corriente inescrutable, un océano de palabras y de sentimientos… Mi trabajo consiste en concentrar y reducir, en descubrir el nervio que recorre esos variadísimos momentos. No tiene nada que ver con el minimalismo, sino con encontrar las palabras más ciertas, que siempre son las de los propios protagonistas en su propia lengua.
P. ¿Cómo guía a estos no-actores en un proceso del que seguramente no saben nada?
R. Hace años estaba algo cegado por ciertos romanticismos cinematográficos y pensaba que solo algunas personas especiales podrían ser actores. Ahora, después de años de trabajo, creo que cualquier persona de las que están en mi horizonte cotidiano podrá representarse y representar a los demás delante de una cámara. Pero no sé si he encontrado un método. Es más bien un proceso libre, irracional, disperso e incluso irresponsable. Para empezar, no hay contratos firmados, como sí ocurre en el cine convencional. Es un acuerdo de confianza absoluta, y buena parte del éxito del trabajo se basa en establecer esa confianza desde el comienzo. Si esto se logra, aparecen el alma, el cuerpo, la sangre, el sudor y las lágrimas. Después, hay que trabajar mucho para encontrar las palabras y un ritmo y un movimiento que se asemeje al natural… No es algo que se haga con urgencia. La urgencia quizá está muy bien para ciertos documentales, pero es pésima para el cine en general. Perder tiempo es muy importante en nuestro hacer. Casi siempre siento que ese tiempo perdido fue esencial.
P. ¿Qué guía la búsqueda de belleza en sus películas, que se desarrollan en los barrios más pobres de Lisboa?
R. Lo que yo busco no es tanto una estética como una dignidad de las personas y sus espacios, que tal vez sí mute en una estética, o una moral o una política. Cuanto más trabajada esté una intimidad, más política será. Al final, un retrato justo no consiste en filmar la vida de las personas de un barrio de manera superficial. Hay que pensar que esas personas tienen los mismos sentimientos, la misma psicología, el mismo dolor, la misma alegría o exaltación que los demás.
Un abismo de diferencias
P. ¿Hoy en día, los autores reflexionan poco sobre estos aspectos?
R. En cuanto a estética, el cine está en unos niveles muy bajos en la actualidad, se le pide muy poco. Pienso en las películas de Dreyer, de Mizoguchi o de Buñuel, y veo un abismo de diferencias. Tal vez la imagen o la estética de Vitalina Varela parece exuberante o sublime, pero hace 40 o 50 años te garantizo que todas las películas aspiraban a cosas parecidas. Si ves un filme de Bresson te das cuenta de que hay un oficio y un arte de la mirada y la escucha muy elevado, complicado y profundo. Hoy todo está un poco más limitado.
P. ¿De dónde surge la apuesta por el claroscuro?
R. La primera razón para que la luz sea así en mis películas es que en el barrio de Fontainhas penetraba de una manera muy indirecta en las casas y en las calles, como en una medina árabe o en un pueblo africano. Las ventanas eran pequeñas y cortaban la luz directa, que se disfruta poquísimos minutos al día. Es una luz reflejada, partida, quebrada… Además, estos barrios fueron construidos también para guardar secretos, porque todos estos inmigrantes necesitan de alguna manera esconderse. Son comunidades que están condenadas antes de llegar a Europa. Todo ello nos lleva a esa dicotomía entre luz y sombra. Por último, si te fijas en las casas del barrio de Fontainhas, están repletas de bolsos y maletas, que dan la sensación de peligro e inseguridad. Y ese miedo provoca esa sombra amenazadora.
Un mundo de fragmentos
P. ¿Qué le ha ofrecido Lisboa a esta comunidad?
R. Muy poco. La historia de la emigración, sobre todo africana, es triste. Hay una enorme melancolía por todo lo que se hizo mal en Angola, Mozambique, Cabo Verde o Brasil, porque nos aproximamos a ellos con poca generosidad. Fue una cuestión de Iglesia y armas de fuego. Y lo mismo ocurre con la inmigración. El 80 % de los inmigrantes masculinos se dedica a la construcción, mientras que las mujeres se emplean en labores de limpieza. Los africanos con estudios superiores o poder se cuentan con los dedos de las manos. La comunidad caboverdiana está mal integrada y nunca ha logrado el respeto y la vida decente que merecía.
P. ¿Cómo valora todo lo que nos está pasando con la pandemia del coronavirus?
R. Creo que como sociedad vamos a salir peor de esta crisis. El capitalismo ha encontrado un acelerador con la pandemia. En el cine se ve muy bien, porque estaba ya inmerso en una etapa complicada respecto a la relación con el espectador. Una película ya no es una cuestión de proyección ni hay una idea de grandeza. Hemos entrado en una fase rapidísima de streaming y ya no hay tiempo para reflexionar en medio de tantas imágenes. Quizá resistan los museos, las cinematecas y las pequeñas salas de arte y ensayo, pero vamos camino de un mundo más individualista de pequeñísimos fragmentos. Nada estará entero a partir de ahora, todo será ínfimo y estará quebrado. En este contexto, trabajar como yo lo hago con el tiempo, el silencio y en profundidad será cada vez más extravagante. Tengo mucho miedo de que todo sea más desastroso. De hecho, la palabra más para mí es horrorosa. Deberíamos decir siempre menos, por salud mental, existencial y moral.