Pocos meses después del estreno en nuestro país de Temblores, en la que veíamos la homofobia y conservadurismo a ultranza de la alta sociedad de Guatemala, el director Jayro Bustamante (Ciudad de Guatemala, 1977) sigue diseccionando los males de su país en esta estimulante y cautivadora La llorona. De fondo, el terrible conflicto civil del país centroamericano que duró 36 años, desde los años 60 hasta mediados de los 90. Una guerra que sirvió al ejército que controlaba el gobierno para perpetrar una verdadera masacre en los pueblos indígenas. Según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico que tuvo lugar después de la firma de paz, hubo 200 mil muertos. La inmensa mayoría, más de un 90%, indígenas. La tesis de la película es que las elites guatemaltecas utilizaron la excusa de la guerrilla para perpetrar un genocidio en un lugar del mundo en el que impera una desigualdad abismal entre los descendientes de europeos emigrados y los habitantes nativos.
Bustamante aborda las heridas de la masacre a partir del terror utilizando el mito de “la llorona”, una leyenda mexicana sobre una madre que después de ahogar a sus propios hijos deambula por el mundo como un espectro llorando sus penas. El año pasado se estrenó una película de terror americana titulada igual que ésta, La llorona, en la que la historia sirve para crear un producto de serie B con muchos sustos destinado al público adolescente. Lo de Bustamante es otra cosa. Esta llorona se convierte en la voz de la conciencia de Enrique (Julio Díaz), un general retirado que después de ser exonerado de la acusación de genocidio comienza a oír un extraño llanto por la casa que nadie más puede percibir. La aparición de una nueva sirvienta con un aspecto casi sobrenatural complica aún más las cosas.
El mundo de los espíritus indígena impregna esta película en la que el terror y lo sobrenatural son un vehículo para expresar los traumas ocultos de un país en el que han sucedido las mayores atrocidades imaginables. El viejo general vive confinado en su casa con jardín en la zona rica de la capital, acosado por las protestas de los familiares de los asesinados y masacrados en los tiempos en que el ejército practicaba la política de tierra quemada. Las costumbres y ritos ancestrales de los indígenas, como hemos visto en las películas del colombiano Ciro Guerra como El abrazo de la serpiente (2015) o Pájaros de verano (2018), no solo resultan fascinante en parte por ser desconocidas, también tienen una gran riqueza cromática y estética que llenan de posibilidades para el cine. En La llorona lo vemos, por ejemplo, en la magnífica secuencia de la sesión judicial en la que la imagen de las mujeres víctimas de la barbarie cubiertas por un sofisticado velo resulta sobrecogedora.
En un país en el que apenas se producen películas, Bustamante completa con La llorona una trilogía “del desprecio” que comenzó con Ixcanul (2015), donde aborda el estigma que arrastran los indígenas, continúa con Temblores, en la que vemos la persecución a la que son sometidos los gays y termina con esta película en la que según él mismo se trata de ver cómo la palabra “comunista” se utiliza para desprestigiar a todos aquellos que luchan por los derechos humanos. Se trata de una peculiar forma de lucha política semántica por redefinir palabras como 'indio', 'hueco' (homosexual) y 'comunista', que son los máximos insultos en Guatemala a los que Bustamante quiere quitar toda carga negativa para ponerlas en su lugar. Excelente director de actores y creador de atmósferas, dos virtudes que pocas veces van juntas, Bustamante nos ofrece con La llorona tanto un fascinante retrato de un país al borde del precipicio como un inspirado cuento de terror sobre el subconsciente y la forma en que los horrores del pasado se solapan con la realidad presente de forma tan magnética como misteriosa. Los espíritus quizá no existen, pero el rastro de la violencia y el dolor tampoco desaparecen como si nunca hubieran existido.