Recuperándose de un accidente, Mank está donde Orson quiere que esté. Confinado en un rancho. Atendido, supervisado y controlado. Incapacitado para nada más que no sea escribir la obra maestra con la que asaltar Hollywood. La venganza es tentadora. Los recuerdos de una vida a la sombra del magnate William R. Hearst no es que le martiricen, van forjando una suerte de orgullo, de decencia, de integridad. Van alimentando páginas y páginas de perspicacia, intervención política y ambición creativa. También de vendetta personal.
Los recuerdos, en la película de Fincher, son los magnéticos flashbacks al Hollywood de los años treinta, que también confluyen en espacios donde se invoca la magia y la miseria del cine, su fauna y su flora. El retrato de Hollywood, con sus magnates (Hearst y Louis B. Mayer a la cabeza), divas y divos, guionistas y directores en nómina, es el microcosmos del país en el precipicio del crack del 29 y la lucha sindical, la crónica política de una nación completamente dividida, la intrahistoria de cómo se forjó una película revolucionaria, el biopic de un genio alcohólico, encantador y autodestructivo, en su tránsito envenenado por las cocinas del poder.
'Mank' es el relato íntimo y memorialístico de un capítulo crucial de la historia del cine estadounidense
Los más hermosos de aquellos recuerdos que le sobrevienen a Herman Mankiewicz en su trayecto creativo a Ciudadano Kane (1941) apelan a su relación con Marion Davies (maravillosa Amanda Seyfried), la amiga y actriz que convirtió en parodia o víctima de la ceguera obstinada del poder que no conoce límites. Ella nació, según el quijotesco Mank, para ser Dulcinea, pero Hearst, con quien vivió treinta años, quiso que fuera mártir, carne de hoguera. Mank está jugando con fuego y lo sabe. Es lo primero que ella le pide, precisamente, un detalle nada más, uno de tantos con los que Fincher (el hijo, David, pero también el padre, Jack, autor del guion) construye el último de los monumentos a la narración cinematográfica. En fondo y forma.
Mank es el relato íntimo y memorialístico de un capítulo crucial de la historia del cine estadounidense que se convertirá a su vez en otra película gloriosa de la historia del cine, como lo fueron Se7en (1995) y Zodiac (2007) y La red social (2010), donde ya planeaba la sombra de Kane.
Un trapecista sin red
Mank se dará cuenta de que está urdiendo una ópera. O algo parecido. En cualquier caso, es algo demasiado épico y demasiado íntimo, con demasiadas capas y puntos de vista, como para considerarla otra producción estándar de la RKO o uno más de esos subproductos de terror que, en una secuencia memorable, el writer’s room improvisa para David O. Selznick. Mank es un trapecista que siempre ha caminado sobre el alambre, solo que ahora siente que de verdad no hay red debajo, y que hay demasiada presión tratando de pararle los pies, incluso su hermano. El material quema sus recuerdos y nuestras retinas. No está escribiendo la ópera de Charles Foster. La está dictando. El genio precoz le ha dado unas semanas y un baúl de botellitas de whisky secretamente sedante. No se puede permitir que la salvaje dipsomanía del mejor escritor de Hollywood –aunque solo escriba series B y renuncie a firmar la mayoría de sus trabajos… incluido éste– desbarate sus planes. La gran sensación teatral que nació recitando a Shakespeare, el enfant terrible que, a través de las ondas radiofónicas, ha hecho sentir a media América el terror social de una invasión alienígena, también lo quiere todo para él. Todo el crédito. Aunque no sea suyo. ¿Es una lucha de egos? No exactamente. Es eso y es mucho más. Es América.
La grandeza de Fincher crece bajo el reflejo de Mankiewicz/Welles. La premisa es el señuelo sobre el que sumar capas y capas de prospección histórica, un juego de espejos de transiciones y flujo líquido, mercurial, hasta conformar un paisaje, un espíritu, una estética, una ficción con cuerpo de documento, un lugar fuera de este mundo. Cine. Un cine, en todo caso, que en su viaje al pasado de una década dorada para el cine hollywoodense, pero oscura y deprimida en América, no deja de apelar a nuestros días. Crece la simpatía en Mank hacia el candidato a gobernador Upton Sinclair, repudiado por la industria, filmado como un espectro, quien acaso, como Bernie Sanders 66 años después, fue boicoteado por Hollywood y los republicanos en su intento por aplicar un programa social avanzado en California, el EPIC (End Powerty in California). Sentimos que algo importante se perdió en esa lucha política.
Entre el ayer y el futuro
En blanco y negro, ofreciéndose como un facsímil estético de las películas del periodo, incluso inscribiendo digitalmente las marcas en el celuloide que advierten del cambio de bobina, pero sin renunciar a la tecnología de rejuvenecimiento de rostros, Fincher ha hecho una película entre el ayer y el futuro. Un filme prodigioso que, desde una lectura romántica, no deja de apelar a la responsabilidad social y moral del cineasta, del artista, de cara al espectador y de cara a lo que filma. No se puede contar la vida entera de una persona en una película, dice Mank: “A lo máximo que se puede aspirar en dos horas es a convocar el espíritu de una personalidad”.
Ese será su éxito o su fracaso. En esa búsqueda, la encarnación de Gary Oldman emprende muy altos vuelos, pero no es menos crucial la minuciosa atención a cada personaje que gravita a su alrededor: la “pobre Sara”, la secretaria con un marido en la guerra, la cuidadora alemana, los guionistas en nómina, la fragilidad y el encanto de Marion Davies, incluso las trazas de humanidad de Hearst… Mank, como Fincher, lo quiere todo. La estatuilla también. Su talento es quizá su perdición, pero su perdición no será en balde.