Uno de los momentos más tensos, violentos y, sí, también más divertidos del rodaje de Chinatown (1974), la obra maestra neo-noir de Roman Polanski, tuvo lugar cuando Jack Nicholson, viendo la final de un partido de baloncesto con su equipo favorito, Los Angeles Lakers, se negó repetidamente a acudir a escena al llamado del director… Finalmente, un iracundo Polanski destrozó el televisor de la estrella a golpes de escoba y ambos se enzarzaron en una discusión a gritos, durante la cual se arrancaron parte de sus ropas. Nicholson, con el traje destrozado, salió del set insultando al “pequeño polaco” y se metió en su coche, mientras Polanski le seguía y subía al suyo. Comenzó entonces una persecución digna de la película que estaban rodando, que terminó cuando los dos coches quedaron a la misma altura con las ventanillas bajadas, director y actor se miraron con furia y… arrancaron a reír a carcajadas. Poco después habían aparcado y estaban charlando amigablemente, partiéndose de risa al pensar que el resto del equipo debía estar aterrado, creyendo que se habían matado entre sí o que, como mínimo, Chinatown había terminado poco después de comenzado su rodaje. Así eran las cosas entonces. Y así las relata el periodista e historiador de Hollywood Sam Wasson en su espléndido libro El gran adiós. Chinatown y el ocaso del viejo Hollywood, recientemente publicado en nuestro país por Es Pop Ediciones.
Al amparo del melancólico Raymond Chandler, escritor inglés que se convertiría en cronista de la más estadounidense de las ciudades, Los Ángeles, y en piedra angular, junto a Hammett, James M. Cain, Ross Macdonald y un puñado más, del estilo americano de literatura criminal por excelencia: la moderna novela negra (entonces conocida como hard boiled), El gran adiós narra con pelos y señales todo el proceso creativo de una película que, a su vez, también encontraba su fuente de inspiración en las historias del detective Philip Marlowe creadas por Chandler, llevándolas, sin embargo, a un grado de cinismo y desencanto extremos. En efecto, Chinatown, cuyo guion original le valdría un Oscar a su autor, el entonces joven talento Robert Towne, retomaba el personaje arquetípico del “detective privado” como caballero sin espada, ejemplificado por Marlowe, precedido por el cínico Sam Spade de Hammett, seguido por el más sensible Lew Archer de Macdonald y llevado al terreno del tópico, al límite de la auto-parodia, aunque no carente de encanto, por el Mike Hammer de Spillane, para reificarlo en un personaje que, inserto en el mismo espacio geográfico y cronológico que el detective de Chandler, plasmaba en realidad la sensibilidad desencantada, paranoica y ácidamente crítica de los Estados Unidos post-Vietnam, Watergate, Altamont y Manson.
Un panorama desolador, que se refleja como en un espejo en la trágica peripecia de Jack Gittes, cuyos intentos tanto por sacar a la luz un escándalo de corrupción política, económica y social de alcance nacional (la Guerra del Agua de Los Ángeles), como por ayudar a la heroína a escapar de su pasado de abusos y cruel destino, resultan totalmente ineficaces y completamente inútiles. Casi, casi como el esfuerzo del Nuevo Hollywood de los años 70 acabaría por diluirse en el surgimiento de una nueva industria del espectáculo, en manos de grandes ejecutivos y compañías multinacionales, que, dos o tres años después del estreno de Chinatown, habría barrido casi por completo los intentos de personajes como Mike Nichols, Warren Beatty, Francis Ford Coppola, Robert Altman, Jack Nicholson, Alan J. Pakula, Paul Schrader, Peter Bogdanovich, Sidney Pollack o Sam Peckinpah, por citar algunos nombres, de convertir el cine estadounidense en una forma de Arte madura y relevante.
De hecho, a través de la peripecia personal de sus tres protagonistas principales, Roman Polanski, Robert Towne y Robert Evans, El gran adiós sirve a Sam Wasson para reincidir en el territorio tan incisivamente cartografiado por Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes (Anagrama) o por John Baxter en su biografía no autorizada de Steven Spielberg (T&B): la muerte no del Viejo Hollywood, sino de ese experimento único, atrevido y fascinante que fue el Nuevo Hollywood, que entre 1968 y 1974, bajo el influjo de los Nuevos Cines europeos, intentó y consiguió fundir el cine clásico americano de género con el riesgo formal, narrativo y moral del cine de autor, alcanzando así logros inigualables. Veamos tan sólo cuáles fueron, el mismo año 1974 en el que se estrenó Chinatown, algunas de sus compañeras de viaje: El Padrino II (que arrebató casi todos los Oscar a la película de Polanski, por cierto) y La conversación, ambas de Coppola, Asesinato en el Orient Express de Sidney Lumet, Una mujer bajo la influencia de Cassavettes, El Fantasma del Paraíso de De Palma, El jugador de Karel Reisz, Gallos de pelea de Monte Hellman, Alicia ya no vive aquí de Scorsese, Yakuza de Pollack, Lenny de Bob Fosse, Loca evasión de Spielberg, El jovencito Frankenstein de Mel Brooks, La matanza de Texas de Tobe Hooper… Y podríamos seguir un buen rato. No es extraño que El gran adiós sea un libro tan melancólico y crepuscular como la misma película de la que se ocupa.
El Hollywood de Chinatown, liberado del servilismo al que había sido sometido durante décadas por el Código Hays y las “listas negras”, desconocedor todavía de la nueva esclavitud a la industria del merchandasing, los videojuegos y el cine en casa que llegaría con los 80, vivió un interregno de libertad inédito en su historia, y Wasson lo recoge en su libro de forma tan apasionante y apasionada como si de un thriller se tratara. Sus protagonistas luchan no sólo contra los restos trasnochados del viejo sistema de los grandes estudios, sino también con las sombras amenazadoras del futuro (el éxito del “cine desastre” preludia ya los próximos años de espectáculo sin pretensiones) y, de manera muy chandleriana, con sus propios fantasmas personales: la muerte de Sharon Tate, su infancia en el ghetto y su atracción por las jovencitas en el caso de Polanski; el alcohol, un matrimonio desgraciado y la cocaína en el de Towne; la adicción al éxito, el trabajo y el poder en el de Evans. Pero, al mismo tiempo, es también una de esas historias de amistad en tiempos difíciles, de genuina camaradería y choque de galaxias creativas que definen la verdadera magia del cine. Guionistas, productores, directores, pero también diseñadores de producción y vestuario (los Sylbert), compositores (Jerry Goldsmith), fotógrafos (John A. Alonzo), montadores (Sam O´Steen) y, por supuesto, estrellas (Jack Nicholson, Faye Dunaway, John Huston…), tocados por la gracia divina y trabajando de forma tan atribulada como feliz hasta conseguir una auténtica joya del Séptimo Arte. Cuando eso tenía algún sentido.
Y no es que el rodaje, como bien refleja Wasson, fuera un jardín de rosas. Tensiones entre Polanski, un perfeccionista nato, y sus estrellas, no sólo su buen amigo Nicholson, con quien todo se arreglaba con un par de copas, sino con la temperamental Faye Dunaway o el celoso de su guion Robert Towne. El despido del primer director de fotografía contratado y del compositor de la banda sonora musical original, este último casi a espaldas del propio director. Planos rodados una y mil veces hasta conseguir la toma ideal (incluyendo el sádico disfrute de Polanski al rebanar la nariz a su colega Jack o las bofetadas de Nicholson a Faye Dunaway, que esta quiso fueran totalmente auténticas… y dolorosas), cambios de última hora, peleas dentro y fuera de plató, retrasos… En definitiva, nada realmente muy distinto a lo que siempre ha caracterizado el verdadero genio detrás de las mejores películas. Murnau hizo subir montañas con su cámara a cuestas al gran Fritz Arno Wagner, quien estuvo a punto de caer al vacío en más de una ocasión, a fin de conseguir el mayor realismo pictórico para su Nosferatu. Tarkovsky hizo quitar una a una todas las flores amarillas de un inmenso campo, que le molestaban para lograr el tono adecuado de desolación que exigía en Stalker. Kubrick retrasó semanas el rodaje de El resplandor para reconstruir por completo el escenario del hotel Overlook, reducido a cenizas casi al inicio de la filmación. Hitchcock hizo arrojar contra su estrella en Los pájaros, Tippi Heddren, aves vivas, muertas y mecánicas, con tal intensidad que logró de ella auténticos gritos y expresiones de pánico y dolor, provocando que sufriera un ataque de histeria (y que casi perdiera un ojo). Polanski haría algo muy similar al lanzar a Mia Farrow entre el tráfico en hora punta de Nueva York para rodar una angustiosa escena de La semilla del diablo… Posiblemente todos ellos estarían hoy entrampados en juicios y demandas por abusos, acoso y maltrato humano y animal, si es que se hubieran atrevido a seguir fielmente su instinto artístico cinematográfico. Probablemente no, porque hoy todo lo hubieran podido hacer digitalmente, de forma inofensiva e indolora. Qué bien, ¿verdad?
Si el Nuevo Hollywood murió enterrado bajo montañas de cocaína, pero también de dólares destinados a superproducciones banales, efectos especiales descontrolados, contratos millonarios para actores de moda y licencias para juguetes, hamburgueserías y videojuegos, el Hollywood del siglo XXI, resucitando los espectros del Código Hays y la Lista Negra bajo nuevos disfraces, está acabando el trabajo con verdadero espíritu humanitario y sensibilidad post-humana y especista. En una Nueva Normalidad donde, anécdota real, ojo, al contemplar la épica batalla final del Ran de Akira Kurosawa, lo único que les preocupa a los estudiantes de cine es si los caballos sufrieron malos tratos, no cabe duda de que todos seremos mejores personas, seguro que sí. Pero muy difícilmente volveremos a ver películas como Chinatown, hechas de auténtica carne y sangre, no de bytes digitales. El gran adiós de Sam Wasson es, en definitiva, un recordatorio de cuando el cine era tan importante como para arriesgarlo todo por conseguir una buena película. Hoy sería mejor que nos dedicáramos al chocolate y los relojes de cuco.