El premio para Nomadland estaba cantado, pero no por ello resulta menos idóneo en estos tiempos de coronavirus en los que la economía ha vuelto a dejar a muchas personas en la calle, tan solo diez años después de una crisis financiera devastadora. Empire, el pueblo desaparecido en el que la protagonista del filme, esa inolvidable Fern a la que da vida la también premiada Frances McDormand, podría ser un símbolo de las ciudades vacías y solitarias que ha dejado la pandemia, donde los negocios cerrados y las ilusiones rotas comienzan a superar a los que se mantienen en pie. Por segunda vez en la historia, una mujer, Chloé Zhao, estadounidense de origen chino para más inri, se alzó con el premio a la mejor dirección, diez años después de que Kathryn Bigelow lo lograra con En tierra hostil. Del Irak destrozado por la guerra y la violencia a los paisajes interminables de la América profunda... Son películas muy distintas en las que resuenan los ecos de dos tragedias que han marcado el siglo.
En Nomadland vemos los estragos de una globalización que se llevó por delante una forma de vivir, hoy de capa caída en todo Occidente. Son las ruinas de aquellos tiempos en los que la gente trabajaba toda la vida para la misma empresa e incluso, como en el caso de esa Fern que siente que el tiempo se le ha escurrido de las manos, vivía en una ciudad creada por la propia compañía. No deja de ser curioso que en tiempos de Trump los Óscar rebajaran el tono político, como si la industria no quisiera problemas con el presidente, y ahora que el excéntrico republicano no está suban el tono y aborden por fin el tema estrella del discurso del ex mandatario: los estragos de la debacle de la industria americana en las clases medias. Regina King fue la encargada de abrir los discursos apoyando el movimiento Black Lives Matter y confesando que como madre de un niño negro tenía “miedo” de que acabara muerto a balazos por la propia policía. Todo ello, en unos Óscar producidos por Steven Soderbergh en los que Hollywood recuperó el formato de sus inicios, allá por los años 30 del siglo pasado, cuando las estrellas se reunían en petit committe en un elegante club nocturno, icono de ese inolvidable cine negro de los años 40 y 50 donde el glamour se mezclaba con las altas y bajas pasiones.
“Creo sinceramente que la gente nace buena”, dijo Zhao en su discurso, quien le dedicó su premio a quienes encuentren “esa bondad dentro de sí mismos”. En los años anteriores, los afroamericanos acapararon mucho del protagonismo que les había sido hurtado respecto a su peso en la cultura americana con los Óscar a 12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013), Moonlight (Barry Jenkins, 2016) y Green Book (Peter Farrelly, 2018). Después del premio a la coreana Parásitos el año pasado, primera vez que un filme asiático ganaba en esta categoría, parece que Hollywood mira cada vez con mayor atención a esa pujante zona del mundo que ya hace muchos años que uno de los principales mercados para sus películas. Además de Zhao, ahí estuvo Yon Yuh-Jung, ganadora como mejor actriz de reparto en Minari, sensible película en la que se retratan las dificultades de una familia coreana emigrada para prosperar en Estados Unidos. Fue uno de los momentos de la noche cuando la actriz “perdonó” a todos los asistentes que pronunciaran mal su nombre. También por la pulla que le lanzó a Brad Pitt, productor de la cinta, al que reprochó que no apareciera más durante el rodaje.
Dos europeos fueron los otros dos grandes ganadores. Por una parte, el danés Thomas Vinterberg recogió su primer y merecido Oscar por Otra ronda, la película que arrasa ahora mismo en los cines españoles. Con una distinguida trayectoria que incluye películas como la mítica Celebración (1999) a la reciente Kursk (2018), crónica de un desastre en un submarino ruso, con Otra ronda el cineasta logra una película mayor de tintes existencialistas en los que aborda un problema clásico de la narrativa como la búsqueda del sentido de la vida. El alcohol como viejo compañero de fatigas, pero también como demonio de los hombres, es el leit motiv de un filme triste y profundo que sirve como reflejo de una sociedad próspera pero carente de proyecto. Vinterberg protagonizó otro de los grandes momentos de la noche al dedicar muy emocionado su Oscar a su hija recientemente fallecida.
Anthony Hopkins, por su parte, ganó su segundo Óscar después de El silencio de los corderos por El padre, del dramaturgo francés Florien Zeller, en la que da cuerpo y vida al drama de la demencia senil que marca la vida de millones de ancianos y sus familias. Es una buena película en la que Hopkins aporta humanidad y ternura a un personaje colérico y atemorizante.
Hubo más ganadores en una noche en la que la Academia fue generosa y repartió sus premios. Una joven prometedora, incendiario debut de la hasta ahora actriz británica Emerald Fennell, conquistó el premio al mejor guion original por su sofisticada y sarcástica revisión del metoo en un filme tan inteligente como subversivo. Sounf of Metal, de Darius Marder, a priori una de las favoritas, se llevó dos premios cantados como el de mejor sonido y montaje por la forma en que cuenta la progresiva sordera de un batería de heavy metal. No hubo suerte para El agente topo en la categoría de mejor documental y el premio se lo llevó un documental de Netflix como Lo que el pulpo me enseñó, en el que se narra la amistad entre un pulpo y un cineasta sudafricano. Y Daniel Kaluuya ganó el Óscar al mejor actor de reparto por Judas y el mesías negro, en la que se revisita el movimiento contestatario de los Panteras negras en los años 70. Y el español Sergio López-Rivera ganó un Oscar al mejor maquillaje por La madre del Blues.