En la visionaria El show de Truman (1988), el cineasta Peter Weir nos contaba la tragedia de un hombre (Jim Carrey) que lleva toda su vida viviendo en un reality show sin ser consciente de ello. Dos años después, se estrenó en España la primera edición de Gran Hermano y la televisión no volvió a ser nunca la misma. Ya pronosticó otro profeta, Andy Warhol, que en el futuro todos seríamos famosos por lo menos cinco minutos. Después de los realities, las redes sociales propiciaron que se diera un paso más allá y que millones de personas cuenten de manera constante sus vidas filmándose ellas mismas con el móvil. En el hoy vetusto siglo XX, solo las celebridades tenían casas de cristal, hoy cualquiera puede mostrar a quien quiera verlo todas sus intimidades e incluso forrarse con ello.
La paradoja de un mundo cada vez más conectado en el que seguimos teniendo noticias de un compañero de clase de hace veinte años gracias al Facebook con la progresiva soledad de la sociedad individualista contemporánea no es un tema nuevo. En su preciosa canción Nobody, la cantante estadounidense Mitski cantaba: “Dios mío, estoy tan sola/ Abro la ventana / Para escuchar el ruido de la gente/ No quiero tu compasión/ Solo a alguien cerca de mí”. En su magnífico vídeo, la artista se desdoblaba como metáfora de esa combinación entre soledad y narcisismo del mundo Instagram en el que nos fascinamos con nuestro propio reflejo. La canción no sale en Sweat, película polaca sobre el desgarro interior de una influencer, pero su letra describe paso a paso lo que vemos en pantalla.
Dirigida por el sueco Magnus von Horn (Después de esto), la protagonista es Sylwia (Magdalena Kolesnick), una influencer con seiscientos mil seguidores (el tamaño importa) que se ha hecho popular gracias a sus vídeos de fitness. Con una forma física perfecta, Sylwia no come jamás un dulce ni pierde la sonrisa. Estamos de lleno en el mundo de lo “positivo” porque también funciona como “mujer-marca” al ganarse la vida con sus patrocinadores. Para no decepcionarlos, lo que vemos es una cosa curiosa, a una mujer haciendo de sí misma que como la Mitski del vídeo se contempla aterrorizada porque no tiene más compañía que la suya propia. Decía Lacan que “el yo está siempre en el campo del otro”. En su caso, esto se lleva a su paroxismo.
Sylwia es un ser humano de carne y hueso y al mismo tiempo su propia creación y como sucede en la novela Niebla de Unamuno, su criatura de ficción se rebela. Desorientada por una crisis de identidad, el mayor acierto de esta película muy bien rodada a modo de thriller es la forma en que refleja esa esquizofrenia tan contemporánea de la protagonista. Frente al falso espejo del éxito, la figura de su acosador (“stalker” en el lenguaje universal de las redes) se acaba convirtiendo en su némesis pero también en su verdadero reflejo, el de la soledad desesperada y la necesidad de afecto. Juega fuerte Von Horn en una última escena tan brutal como cargada de humanidad en la que la desdichada estrella acaba encontrando una conexión verdaderamente humana a través de ese otro en un ser monstruoso cuyo patetismo le reconcilia consigo misma. Sweat es una buena película sobre esas redes sociales tan seductoras y adictivas como engañosas cuyas verdaderas consecuencias sobre la psique humana quizá podremos calibrar en su justa medida cuando los millones de adolescentes que viven enganchados perpetuamente a ellas desde niños maduren.