A Berlanga y sus poéticas se las ha estudiado desde las artes nobles y pendencieras, desde la orilla del esperpento, la perpetuación goyesca y la tradición del corral, la verbena y la opereta, pero no son tantos los análisis que resisten una articulación de su cine como lenguaje, con sus propias leyes como suerte de semántica, su supuesto ‘estilo’ o ‘mirada’. ¿Podemos encontrar en su filmografía, ecléctica y surcada de altibajos (películas muy vistas y veneradas y películas torpes, fallidas, malditas o ignoradas por completo), una serie de intereses plásticos o visuales, gestos y hábitos de puesta en escena? ¿Podemos señalar que, como ocurre en autores coetáneos como Fellini o Bergman, o en compatriotas como Buñuel, su arte pervive por su sobresaliente empleo del dispositivo y el potencial cinematográfico? Si es así, ¿qué recursos fílmicos caracterizan el cine del autor de Plácido?
Berlanga no es un creador de formas cinematográficas. Pero sí es un creador de universos, de toda una cosmogonía ibérica y hasta, recientemente, de un vocablo en la RAE. Él lo tenía claro y así se lo dejó dicho a Jess Franco al final de su vida: “Nunca jugué a mago de la imagen: me bastó ser un contador de historias cazurras de la gente corriente, de la que he conocido y conozco bien”.
El plano secuencia es para Berlanga un personaje invisible, unos ojos neutros, alguien que pasa por ahí sin dejarse ver
Y esas historias, en sus inicios, las adaptaba al modelo de la comedia hollywoodense, al instinto clásico del cine de calidad, sin grietas. En ese molde retrató a la España del manteo, de la envidia y la picardía, la España de la depravación moral, la beatería hipócrita y la cruel cicatería. La España miserable y la España enternecedora, incluso a veces sentimental, la España negra, cada vez más pesimista, cada vez más cínica… La España de su tiempo. Y esto es crucial, claro, que de las frescas concepciones de Esa pareja feliz (1953) hasta las temblorosas imágenes de París-Tombuctú (1999), Berlanga siempre retrató su propio tiempo.
Incluso cuando viajó al pasado, a los albores del cine, a la Guerra Civil o al siglo de Blasco Ibáñez, estaba realmente hablando de su época, de los españoles que le rodeaban. Pero detrás de ese sociólogo que nos adentra en el Callejón del Gato para mostrarnos con su cámara el reflejo cóncavo de nuestra identidad, en verdad, hay un juego de mascaradas. A Berlanga solo se le puede conocer a través de sus sucesivos disfraces. Hasta Los jueves, milagro (1957), bajo la conciencia crítica que se ejerce desde la necesidad del patetismo para reírnos de nosotros mismos, su cine concede al artificio esperpéntico y satírico de raíces literarias la posibilidad de una imagen, de una atmósfera y una acción en tiempo real. Incluso de unos espacios reales.
Esa pareja feliz arranca con una burla al cine histórico de cartón piedra y termina con una hilera de pobres durmiendo en la calle. Había que salir fuera. De forma insólita, Bienvenido, Miste Marshall (1953) se rueda en Guadalix de la Sierra en lugar de recrear el ficticio pueblito Villar del Río en estudios como era habitual. En el Berlanga estudiante y admirador de Eisenstein brota un curioso, determinante concepto “impresionista” sobre las posibilidades del medio. Una forma de acercarse al mundo de tal forma que el brochazo fuera la más fina pincelada. Esa ‘mirada’ no desaparecería.
“No me interesan los esteticismos ni la perfección técnica, los planos bonitos, estudiados, donde cada marca del actor está milimétricamente controlada, donde cada encuadre parece una lección de la ‘regla de oro’ y donde la actriz camina con un contraluz seráfico en su cabellera. En la vida, uno no tiene contraluces, está a la que cae”. Su fama de “cineasta descuidado” no se la granjeó en sus primeros trabajos, como Novio a la vista, donde confiesa que se “mataba por mimar los encuadres, por inventar cosas”.
Pero arrancó su colaboración con Azcona, a partir de Plácido, y entonces se apartó del visor de la cámara, dejó de mirar a través de él la escena. Su necesidad de ofrecerse como un registrador del esperpento nacional encontró su plena destilación en el oído del coguionista para capturar el habla, la actitud, el ritmo y el caos de la muchedumbre. Libertad para los actores, pero siempre alertas, pues no saben cuándo la(s) cámara(s) les está(n) filmando, a veces ni si quiera cuándo arranca o termina una escena. La intuición domina sobre el cálculo. El movimiento al servicio de los actores. Hay un sentido teatral que se desprende de los histrionismos y quiere transmitir vida, vigor, verdad a borbotones. Y aquí entra en juego Renoir. Aunque no hay alusiones a él, lo expresó en sus términos: “Siempre he querido que mis películas sean un trozo de vida y no una ficción, y por eso me lancé al plano secuencia, resultón por su movimiento interior, por la fluidez que imprime a la escena y por su humanización”.
Las tranches de vie renoirianas no son en Berlanga paisajes rurales, sino trozos de caos a los que dota de un orden cinematográfico, una cadencia, una distancia justa. Los actores, sobre todo los secundarios (sin ellos, la argamasa berlanguiana se resquebraja), son cómplices y creadores de esa puesta en escena. Berlanga también construye su leyenda de cronista mordaz en la transición social y política encontrando esa distancia. Establece sus propias reglas del juego para burlarse y compadecerse, para encerrarlos a todos en la cárcel de su microcosmos.
Describió el cine como un tren de sombras en movimiento en el que resultaba más fácil “disimular los errores” que en la literatura y la pintura
La colectividad siempre lleva al fracaso, el individuo, como él mismo, se aísla frustrado por la imposibilidad de sentirse parte de una comunidad, a la que analiza como un entomólogo y como un domador del caos. Si la incomunicación era para Antonioni el silencio, para Berlanga esa incomunicación es la algarabía de voces que se solapan y se embarullan y nadie se escucha, como en la vida misma. El autor de Patrimonio nacional, donde escondió su plano más largo, puso la cámara y el efecto ‘baziniano’ (alergia al corte) al servicio de esa necesidad, de “estar a lo que cae”. El plano secuencia junto a la profundidad de campo, señalaba Berlanga a Hidalgo y Hernández Les, le permitía tener a los actores bajo control, “pero no bajo la atención”. En el lado opuesto de las orquestadas coreografías de Welles, Ophüls, Scorsese… el plano secuencia es para Berlanga no tanto un baile con los actores como un personaje invisible en el embrollo, unos ojos neutros que le miran de frente, alguien que pasa por ahí sin dejarse ver. Que lo humaniza.
La invisibilidad de la cámara, sobre todo cuando está en movimiento, es lo que hace su cine fascinante. Ni Robert Altman, otro retratista de la coralidad no menos ácido y mordaz, con quien resulta tentador equipararle, al igual que con Billy Wilder: la invisibilidad autoral a través de la permanente presencia. Pero en algunos de sus planos más comentados la cámara permanece inmóvil y nos revela a un esteta que se adentra en herencias arcanas, de raíz pictórica. Los memorables y traumáticos planos finales de El verdugo y de La vaquilla actúan como quintaesencia del sentido que aporta la experiencia del tiempo a las imágenes.
“Siempre he sido fiel al objetivo único, a no deshumanizar el encuadre”. Filmar al hombre a su altura, de frente. Es acaso lo mismo que diría Ford. Lo mismo que Renoir. Lo mismo que diría hoy alguien como Linklater. “Los que hacemos cine con algo más que fría técnica somos unos fantasmas que vivimos en una dimensión extraña, donde se mezcla de modo enfermizo el mundo real y el que nos inventamos”, confesó el cineasta con semblante de emperador romano. El director sin oficio que se ganó el mote de Míster Cagada en su primer rodaje no necesitó de la técnica más que como una herramienta para volcar su visión negra y agria, escéptica y fetichista, desesperanzada y de individualismo creciente. Describió el cine como un tren de sombras en movimiento en el que resultaba más fácil “disimular los errores” que en la literatura y la pintura, y que por eso le atraía, por eso intuyó que era a lo que podía dedicarse. Como en Picasso el brochazo también fue la fina pincelada…