“No puedo respirar”. Las últimas palabras de George Floyd antes de ser asesinado por un policía que le aplastaba el cuello se han convertido en un símbolo de la represión policial que sufren las minorías raciales en Estados Unidos. El problema no es solo americano, y como vimos en la reciente película Los miserables (Ladj Ly, 2019) en Francia también existe una batalla campal soterrada entre las fuerzas del orden y esos emigrantes, muchos de segunda, tercera e incluso cuarta generación, que se sienten explotados por el sistema y perseguidos por el Estado. Un conflicto sobre todo económico, pero también social, cultural e identitario que marca lo contemporáneo y que ha encontrado en el hip hop y la música urbana su máxima vía de expresión: Kendrick Lamar en Estados Unidos, PNL en Francia o Morad en nuestro país, por poner los ejemplos más conocidos.
La película danesa Shorta. El peso de la ley se estrena de manera oportuna estos días en que el asunto está más de actualidad que nunca tras los acontecimientos en Ceuta, proponiendo una mezcla entre película de acción y entretenimiento y reflexión moral sobre el conflicto. Cuenta lo que les sucede a dos policías, el bueno y legalista, Jens (Simon Sears) y el malo, el racista y chulesco Mike (Jacob Luhman). Ambos salen de patrulla un día complicado, en el hospital se muere un joven árabe después de ser asfixiado por la propia policía (la escena es casi idéntica a la de Floyd, “no puedo respirar” incluido) y hay disturbios en la barriada obrera y emigrante de Svalegarden, en Copenague, uno de esos guetos de emigrantes marcado por el trapicheo de drogas pero en el que también hay familias que salen adelante con trabajos mal pagados en un entorno hostil.
La cosa se pone complicada cuando las protestas alcanzan tal nivel de violencia que los policías se quedan encerrados en el barrio y sus compañeros no se atreven a entrar. En tierra hostil, acompañados por un adolescente de origen marroquí al que han arrestado por pura diversión maligna, ambos policías deberán enfrentarse a una población encolerizada y también a sus propias diferencias. Hasta el final, la película es entretenida y se beneficia sobre todo de un montaje audaz y logrado que genera tensión aunque no aporta nada al asunto que quiere tratar. Después, quizá con la voluntad de hacer una película mejor de la que son capaces, la trama fuerza una ambigüedad moral perversa en una equidistancia maliciosa. Sin duda, los policías se enfrentan a una situación compleja porque deben abordar desde la fuerza un problema mucho más social y económico que realmente criminal, pero la comprensión de las dificultades del trabajo policial nunca puede servir de excusa a sus peores excesos.