Del dicho al hecho hay un buen trecho dice el refranero español. La contradicción como esencia del ser humano, una contradicción dolorosa para quienes habitan en ella pero también para quienes la padecen. “L´Amour” ha sido tradicionalmente un tema predilecto de la literatura y el cine francés. Un amor romántico, sensual y con frecuencia infiel protagonizado por personajes que viven en una permanente desilusión por la distancia entre su idealización romántica y la realidad. El Fréderic Moreau de La educación sentimental de Flaubert marca el tono, ese joven para el cual el deseo resulta tanto más fuerte cuando está prohibido y es difícil. En las películas francesas, ya se sabe, los personajes suelen ser muy leídos y aquí se cita al autor de Madame Bovary pero también a Balzac y a Gide.
Quizá la gran obra maestra del “amor” del cine francés sea una comedia dramática como La regla del juego (1939), de Jean Renoir, en la que sus aristócratas personajes se dedicaban a “jugar” con los sentimientos como un divertimento sin calcular el coste. Lo poético y lo mundano, lo soñado y lo real, en esa contradicción habitan Daphné (Camélia Jordana) y Maxime (Niels Schneider), narradores de esta película en la que ambos cuentan su compleja trayectoria sentimental hasta su encuentro. La primera espera un hijo de un amigo del segundo. Ambos, en algún momento, no solo han sido víctimas de la volubilidad de sus sentimientos, también de relaciones marcadas por la complejidad moral, con un hombre casado Daphne y con la novia de su mejor amigo Maxime.
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, es una película modélicamente “francesa” con esos personajes que quieren ser escritores (si en Francia hay tantos escritores como en sus películas debe ser un problema incluso social) y esas parejas que reflexionan sobre su relación con palabras ingeniosas y sutilmente hirientes. Sin duda, es un género fácilmente parodiable que ha dado no pocos maestros como Eric Rohmer, Philippe Garrel y Olivier Assayas, cuya Finales de agosto, principios de septiembre (1998) surge como referente insoslayable. Emmanuel Mouret acierta al apostar a fondo por el melodrama, cuando la escena es emotiva, se escuchan violines y cuando toca emocionarse, trata los sentimientos con delicadeza pero sin esconderlos. Los personajes resultan cálidos y cercanos, imperfectos y conmovedores.