No conozco a nadie que quiera ser Fernando Fernán Gómez. Me he cruzado con muchos que querrían ser Orson Welles, incluso en su versión cardiovascular más peligrosa –especialmente en esa, de hecho–, o Pedro Almodóvar o Buñuel o, qué sé yo, Bob Dylan, Georges Brassens, Julio Cortázar, Kapuscinski, Marguerite Duras, Marlon Brando o mil nombres más del panteón de ilustres. He conocido a escritores que imitaban a Roberto Bolaño hasta en la forma de subirse las gafas, o a David Foster Wallace en todo, salvo en el suicidio; a escritoras que copiaban el peinado de Clarice Lispector y seguían los consejos de escritura de Margaret Atwood como si fuesen mandamientos religiosos, y, por supuesto, a columnistas que tenían todos los atributos de Francisco Umbral, excepto su talento, sus lectores y su casa con piscina. Incluso hay periodistas que aún sueñan con ser Vázquez Montalbán, que ya son ganas, pero no recuerdo que nadie nunca haya querido ser Fernando Fernán Gómez en ninguna de sus facetas.

Eso no quiere decir que no le admiren. Se le admiraba y se le admira mucho, muchísimo, y casi siempre mal, con la inoportunidad invasiva que provocó aquella escena viral antes de que el adjetivo viral saliera de la medicina. Esa brutalidad al mandar a la mierda a los plastas tal vez expresaba una incapacidad más profunda, la del genio estéril que no deja discípulos ni imitadores. Supongo que habrá algo de prejuicio clasista en este misterio. Fernán Gómez fue demasiado popular, tocó demasiados palos, empapó demasiados rincones con su personalidad y dejó una obra demasiado querida y, a la vez, de vuelo bajo. Fue demasiado, en general, y por ello, demasiado poco. Nadie quiere ser Fernán Gómez porque todos los papanatas creen que pueden aspirar a algo mejor. Fernán Gómez estaba bien para Fernán Gómez, que no podía ser otra cosa, el pobre, pero, ¿quién iba a tomarlo como modelo pudiendo ser más francés y menos castizo? Había en su figura algo resignado y españolísimo, pedestre y circunstancial, que lo hacía indeseable en el sentido más llano del adjetivo.

Envidio la forma en que Fernán Gómez respondió con su voz a una vida que siempre sospechó hostil y provisional

Da la impresión de que su obra y su figura no son el resultado de una voluntad sino la decantación del destino. Repasar todas las facetas de Fernán Gómez abruma: 210 películas como actor, 30 como director, 36 guiones para cine y televisión, 13 novelas, 12 obras de teatro, dos poemarios y una decena de libros de ensayos y artículos sobre cine, teatro, literatura y la vida en general. Destacó en todo lo que hizo porque lo hizo de una forma personalísima, de espaldas a cualquier moda o pretensión de gustar a los demás. Por eso parece que no hay esfuerzo, que le salían las cosas con alegría diletante. Él mismo cultivaba el equívoco, hablando más de noctivaguerías, whisky y señoritas guapas de Madrid que de la disciplina hercúlea que una obra así requiere de forma sostenida a lo largo de toda una vida.

No era ni mucho menos un perfeccionista. Si algo transmite su cine –pero también su teatro, sus novelas y, muy en especial, sus memorias– es una gran autoindulgencia. Es brillante a menudo, incluso genial, pero no persigue la brillantez ni la genialidad. En todo lo que hacía se colaba un aire travieso, improvisado y fatalista que resumió al final de ese testimonio titulado La silla de Fernando, cuando confesó que se dormía muchas noches haciendo cuentas y calculando cuánto tenía que trabajar para no pasar apuros de dinero. La obra de Fernán Gómez no responde a un plan: es la reacción artística a una vida que se sabe incierta y frágil, como solo puede saberlo un niño de la guerra. “Ahorrar es inútil. Estudiar una buena carrera es inútil. Conseguir comprarse una finca enorme es inútil. Todo depende de lo que decidan los altos poderes en un determinado momento”, decía, shakespeariano, al final de esa película.

Como contó tantas y tantas veces en su muy autobiográfica obra (en Las bicicletas son para el verano, en El viaje a ninguna parte, en El tiempo amarillo y en otros sitios de forma menos expresa), Fernán Gómez despertó a la vida en un mundo que se había ido al carajo –tenía quince años en 1936, como el protagonista de Las bicicletas, aunque este, a diferencia de Fernando, tenía un padre, y de los buenos–, y se hizo famoso y rico en una España de mierda a la que le desbordaba la miseria por todas partes. Por eso, una de sus aportaciones más valiosas a la manera que tenemos los españoles de imaginar la historia fue ribetear con detalles hedonistas la tragedia del Madrid en guerra. Como su mundo era el del teatro, cuenta un Madrid que no perdonaba las comedias ni en los días más letales y hambrientos, y recuerda que la aviación franquista tenía por costumbre bombardear las puertas de los teatros a las nueve de la noche, cuando salía el público de la segunda función. En sus escenas más tristes siempre hay alguien que abre una botella de licor o cuenta un chiste. Sus personajes son fatalistas y casi nihilistas, no esperan nada bueno de la vida, pero siempre están dispuestos a ponerle su mejor cara. Todos comprenden la debilidad, el error y el daño, aunque no perdonan el fanatismo de quienes se empeñan en moldear el mundo a su antojo, en lugar de vivirlo como viene. Ahí queda como prueba esa rareza genial titulada Mi hija Hildegart.

Todas estas virtudes hacen de él un sabio digno de Nietzsche, pero no un ídolo para un joven petimetre que quiera ser escritor, actor o cineasta. Como yo no soy joven ni tengo fuerzas para ser algo distinto a mí mismo, confieso que envidio la forma en que Fernán Gómez respondió con su voz –su también inimitable voz– a una vida que siempre sospechó hostil y provisional. Si la creación tiene algo divino, en su caso, la condición de dios como verbo es casi literal. Por eso no lo imitamos: por no blasfemar.

@sergiodelmolino