Annette fue la encargada de abrir la pasada edición de Cannes en un ejercicio de coherencia de la dirección tras la revolución y el impacto que causó en La Croissette Holy Motors (2012), el anterior trabajo de su director Leos Carax, vinculado al festival francés desde sus primera películas. Y algo de aquella tiene esta nueva entrega, al menos en su inventiva visual (siempre entre lo cutre y lo sublime) y en su poderosa extrañeza, aunque aquí nos encontramos con una historia más canónica y narrativa, a pesar de que adopte la forma de una ópera-rock. De hecho, el proyecto nace de las mentes de los hermanos Ron y Russell Mael, líderes de la longeva banda estadounidense Sparks, que idearon Annette como un álbum conceptual para elaborar una especie de ópera en directo antes de que Carax se involucrara en el proyecto para llevarlo a la gran pantalla. Ellos sirven en gran medida tanto la épica como la ironía de la película a través de las canciones.
De hecho, ambos actúan como maestros de ceremonias en una introducción que se encuentra entre lo más inspirado del conjunto, gracias a un plano secuencia que nos lleva desde el estudio de grabación y los camerinos de los actores hasta ese mundo tan propio de Carax en el que la fantasía y la realidad se confunden, mientras la letra se pregunta si el show debe comenzar. A partir de aquí, conocemos a Henry, interpretado por un entregado Adam Driver, un monologuista cínico y deslenguado con tendencia a la autodestrucción, y a Ann, la siempre solvente Marion Cotillard, una cantante de ópera de prestigio internacional. Juntos forman la pareja del momento, siempre bajo los flashes de la prensa del corazón. Pero la inesperada felicidad pronto se trunca con el nacimiento de Annette, que conducirá a Henry a asomarse al abismo de sus propios temores e inseguridades, llevando la película hacía la tragedia.
El filme mezcla los diálogos hablados y cantados, casi siempre con la voz de los actores capturada en directo (ninguno de ellos tiene una voz especialmente memorable, aunque aguantan el tipo), lo que ya nos dice que lo que busca Carax no es precisamente la perfección y la alegría del musical clásico. Mas bien, Annette incomoda en muchos momentos al espectador a través de la oscuridad que emana del personaje de Henry, que poco a poco va adueñándose de la película. Al final, el relato no es más que una historia sobre la masculinidad tóxica y su deriva violenta, y en este enfoque no hay nada especialmente inspirado ni novedoso, algo que juega a la contra del filme.
Sin embargo, y a pesar de lo que le cuesta avanzar a la historia o a lo descafeinado del elemento de fantasía que introduce, siempre deja Carax muestras de su visionario talento para crear poderosas imágenes que tan solo el cine puede servir: la cortina del teatro que nos introduce en un bosque real, el muro de olas en la secuencia del barco, esa playa iluminada por la luna, el desconcertante muñeco para el personaje de Annette, el estadio de la hiperbowl... Sin embargo, lo mejor del filme es el brutal desempeño de Adam Driver, especialmente en los monólogos que interpreta Henry, como si fuera un trasunto de Andy Kaufmann (aunque para la creación del personaje le ayudaron Chris Rock y Bill Burr), extremadamente físicos, puntuados por las interpelaciones de un público que funciona como coro. Driver, que actúa como productor del filme, va camino de convertirse en el actor más infalible de Hollywood: no hay proyecto en el que participe que no resulte interesante, al menos en los últimos tiempos.
Aunque quizá sea el trabajo más irregular de Carax, Annette sigue siendo un filme marca de la casa: surrealista, bello a la par que sucio, radical, aunque no consiga emocionar lo suficiente con el meollo de su historia. En cualquier caso, una de las películas importantes del verano (y no llevamos tantas).