“No hay historia muda”. Las palabras de Eduardo Galeano que clausuran el drama de Madres paralelas, empleadas con inteligencia y sugestión lírica, actúan como ligazón de una película sesgada, una suerte de film-frankenstein que prácticamente se desarrolla como dos “películas paralelas” que comparten personajes, pero que también podrían perfectamente no hacerlo. En el último largometraje de Pedro Almodóvar –que, para no abrumar al lector sin una valoración anticipada, es una magnífica, conmovedora y muy relevante película– asistimos a un prólogo (en Madrid, 2016) y un epílogo (en un pueblo no identificado, 2019) que, si juntamos, acaso formarían un sublime, valiosísimo cortometraje.
Nunca sabremos cómo hubiera quedado el filme sometido a la operación, ya empleada anteriormente por el manchego, de estrenar simultáneamente un corto y un largo (Los abrazos rotos + La concejala antropófaga, en 2009) con personajes comunes (o al menos la autoría del corto, firmado por el director de cine que protagoniza el largo); lo que sí podemos saber, y sobre todo sentir, es que Almodóvar tenía probablemente dos historias muy potentes entre manos, y que ante la necesidad de que el poderoso y necesario “mensaje” del relato colectivo no menoscabara o fagocitara la magnitud dramática de la historia íntima, o al revés, se ha visto de algún modo forzado a realizar una inteligente operación de ensamblaje como si fuera un trapecista buscando el equilibrio.
En cierto modo, es casi como si un relato propio de Sirk o de Minelli, propulsado por los azares trágicos, los desamores y la determinación de dos madres solteras, fuera intermitentemente invadido por la vocación historicista de Manoel de Oliveira o Jean-Luc Godard. La operación es de alto riesgo, pero el resultado es, cuanto menos, también altamente eficaz. No obviamos que la sutura es artificial, imperfecta, que “apreciamos” sus costuras, pero hete aquí que esos pespuntes visibles (diríamos que, incluso, remachados) son bienvenidos, porque cuanto menos subrayan la importancia de lo que dice (o va a decirnos), y dan pie a la emoción de un epílogo (a pesar o a merced de su frialdad cuasi documental) que, como una luz proyectada sobre lo que hemos visto, acaba por dotar de una dimensión insólita al núcleo del (melo)drama protagonizado por Janis y por Ana. Lo coloca en otro lugar. Hasta el punto de preguntarnos si, en verdad, no hemos asistido una vez más a la genial maniobra narrativa de un genio de la dramaturgia, como ya ha demostrado el autor de Hable con ella (2002) en otras ocasiones.
'Madres paralelas' es un relato propio de Douglas Sirk o Minnelli con la vocación historicista de Oliveira y Godard
¿Cómo hacer convivir una película sobre dos madres por accidente con un filme que abandera la necesidad de desenterrar los muertos en la guerra española? La respuesta más obvia yace en el parentesco biológico o familiar, en sus matices, que resulta clave en ambos relatos. Pero hay algo más. A pesar de esos pespuntes bien visibles, Madres paralelas está tejida con numerosos hilos invisibles que actúan en favor de cierta organicidad general, y que a posteriori (en ese lugar donde las películas se piensan, proyectadas por la memoria) logran establecer una suerte de diálogo entre uno y otro, acaso entre la fabulación desgarrada y el comentario histórico y socio-político, que no en vano, y es de lamentar, sigue de algún modo silenciado por el cine español.
En su núcleo, por tanto, las madres paralelas del título son Janis (Penélope Cruz) y Ana (Milena Smit), una mujer de mediana edad y una menor a quienes las circunstancias obligan a criar a sus hijas prácticamente en soledad, arrastradas por el destino a un vínculo de sororidad que deviene incluso en amor romántico, por más que las imágenes y la historia no lo anticipen en ningún caso, lo que no deja de sugerir que hay otros intereses por debajo de esa relación, carente de química o de intención sexual. Una vez más, y ya se ha convertido en algo habitual al menos desde Volver (2006), el manchego se muestra pulcro y distante cuando filma el sexo, también entre Janis y Arturo, proponiendo apenas un corte entre el orgasmo y el parto en una elipsis de nueve meses en el vértigo y la tensión dramática que se apodera del filme desde sus primeros instantes. En ello, la actuación de Penélope Cruz, cuyo personaje aporta el genuino punto de vista del filme (sabemos siempre lo que sabe ella), resulta determinante, pues se antoja especialmente complicado expresar el dilema ético interior al que se enfrenta.
A pesar de algunos hallazgos expresivos (como un flashback sugerido apenas con una puerta que se abre), en esta película el Almodóvar-escritor brilla por encima del Almodóvar-director, que concede no pocas escenas “expeditivas” a su obra, llevadas por la premura de los albures del corazón y la conciencia y los azares del destino que siempre han formado parte de la poética almodovariana, especialmente las escenas que involucran al personaje del antropólogo forense Arturo (Israel Elejalde), el único hombre con cierto protagonismo en la función. No ocurre así con el pequeño papel de Aitana Sánchez-Gijón, realmente magnífica encarnando a la madre sin instinto maternal de Ana, y que volverá a abandonar a su hija (y su nieta) para crecer profesionalmente como actriz interpretando a la protagonista de Doña Rosita, la soltera (cuyo retrato de la conformidad es subvertido en la lectura de la soltería que propone Almodóvar), no en vano escrita por un cadáver enterrado en una cuneta, el de Federico García Lorca.
Emerge aquí otro hilo invisible en la sutura de las películas paralelas. Las infructuosas excavaciones en la fosa de Alfacar nos traen a la mente la existencia de Mudanza (2008), un extraordinario cortometraje de otro gigante del cine español, Pere Portabella, quien ya alertó, aunque metafóricamente, sobre la importancia social de exhumar las fosas comunes al documentar el vaciado de la Casa Museo del poeta granadino. Rodó el catalán esta pieza, hoy prácticamente invisible, al poco de que el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero aprobara La Ley para la Recuperación de la Memoria Histórica y que, ante la jactancia de cierto presidente (que el guion de Almodóvar no elude nombrar), estaba dotada en 2016 con 0 (cero) euros en los Presupuestos Generales del Estado. Madres paralelas asume sin medias tintas, incluso desde la sobre-explicación, su “activismo” político en esta materia.
El hecho de que Janis sea fotógrafa para una revista de actualidad y tendencias no deja de actuar como otro hilo invisible que ocupa el leit motiv gráfico de los créditos, pues la fotografía es también el embalsamiento de los vivos. En este sentido, en un momento del filme, desfilan por la pantalla los rostros (creemos que, excepto uno, todos ellos reales) de diversas víctimas ejecutadas por el bando sublevado frente al gobierno de la República en los primeros días de la contienda. Será la determinación de Janis la que ponga en marcha esa investigación, la que invoque ese otro relato que opera por encima, debajo y los alrededores de la trama principal.
Los relatos de madurez de Almodóvar están poblados de fantasmas que regresan de la muerte para explicar el presente
De modo que el espectador se ve exhortado a “desenterrar” el sentido preciso de Madres paralelas y recomponer los restos hallados, o al menos todos sus sentidos, que son múltiples y, como en las películas del primer Almodóvar, relevantes en el ethos social y moral del tiempo al que pertenece. Todo ello para comprender que la maternidad, la sororidad, el feminismo, los abusos sexuales, el lesbianismo, las familias disfuncionales y no biológicas, establecen una conexión más o menos directa con la identidad generacional y la memoria histórica, con las pruebas de ADN, las fosas comunes y los muertos de la guerra (in)civil que, más de ochenta años después, aún esperan debida sepultura. Y es que parece mentira que hayamos llegado hasta donde estamos, me refiero a la “normalización” de ciertas conquistas de género, sin haber excavado en nuestro pretérito.
No hay historia (ni tampoco Historia) muda en este filme, ni en el enorme secreto que se guarda Janis ante el miedo a perder a su hija y que reconcome su conciencia, ni en la evidencia de que los muertos, cuando se les quiere escuchar, también nos hablan. Esta última circunstancia no deja de perpetuar el último periodo de madurez de la filmografía almodovariana, aquel que nace en Hable con ella, donde el drama se impone a la comedia, prácticamente desaparecida (excepto en Los amantes pasajeros), y en el que los relatos que filma están poblados de fantasmas que regresan de la muerte o del pasado para modificar, reconducir y explicar el presente.