En Básculas Blanco, una empresa familiar situada en un lugar no identificado de la provincia castellana, su patrón se ocupa de sus empleados como si fuera un padre. Ese “buen hombre” que piensa por todos y sueña con ganar un premio a la excelencia empresarial lo interpreta de manera brillante Javier Bardem, aportando carisma de verdadera estrella al cine patrio (lo cual nunca viene mal). Con ecos del cine de Billy Wilder y de Berlanga, Fernando León de Aranoa (Madrid, 1968) entrega un filme brillante que funciona como farsa de la vida en provincias, las relaciones laborales y la propia condición humana. Los prejuiciosos de siempre dirán sin verla ni leer un solo artículo sobre ella que pasan de películas de rojos, aquí no hay atisbo de simpleza en el discurso ni estamos ante un panfleto. Todo lo contrario, lo más curioso de la película es que al final, uno no tiene claro si, en el fondo, el señor Blanco es el bueno, o por lo menos, el menos malo.
Al patrón se le acumulan los problemas. A las puertas de recibir, o no, el ansiado premio su jefe de producción (Manolo Solo) entra en una depresión por sus problemas maritales y no da una derecha; por la oficina aparece Liliana, una becaria veintañera que le hace ojitos (Almudena Amor) y por si fuera poco un empleado al que despidió en un ERTE (Óscar de la Fuente) se instala en la puerta de la fábrica en una barraca para gritar por megáfono que son todos unos ladrones. Con ritmo, unos diálogos ágiles basados en el ingenio y la mordacidad que recuerdan a los tiempos gloriosos de esa gran comedia que representaban Berlanga y Wilder pero también otros como Lubitsch, Monicelli o la pluma de Azcona, El buen patrón funciona como un reloj en una gran farsa sobre las bajas pasiones humanas que acaba incluso conmoviendo. Será un gran éxito a su paso por las salas y en el festival de San Sebastián, templo del “cine serio”, se agradece aun más que nos hagan reír con las mejores armas.
En Perlas se ha podido ver lo nuevo de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970), director de grandes películas como Il divo o La gran belleza, en la que aborda su propia adolescencia truncada por la muerte accidental de sus padres por un escape de gas. En este mundo hay pocas cosas, o ninguna, más maravillosas que la gran comedia italiana, esas películas de personajes gritones siempre al borde del ataque de nervios en las que se mezclan la picaresca y la ternura. La primera parte del filme, en la que Sorrentino nos presenta a su familia, formada por un padre fanático del fútbol (Toni Servillo), una madre aficionada a las bromas pesadas, una tía con malas pulgas y un hermano que quiere ser actor y se traumatiza porque Fellini le dice en un cásting que parece un camarero cualquiera. Por supuesto, hablan todos a la vez y se comunican a grito pelado.
La comparación con Amarcord de Fellini es obvia. Allí, el maestro recordaba su infancia en Rímini, marcada por el auge del fascismo y el enamoramiento del cine. En Fue la mano de Dios vemos una Nápoles atrasada y enloquecida que se asoma a duras penas a la modernidad y al capitalismo global. La escena en la que el propio Sorrentino joven (interpretado por Filippo Scotti) pierde la virginidad con una anciana nos rememora al instante esa famosa de Amarcord en la que el joven se restregaba en las tetas de una estanquera. Sorrentino siempre ha sido el más “italiano” de los directores, el que mejor utiliza y recicla los elementos de la cultura clásica de ese país tan bello como caótico para darles un nuevo sentido. Aquí, la emoción es doble porque porque cuando llega esa muerte, que el director filma sin regodearse en ella, el filme adquiere un tono más personal pero no más amargo. Es esta una película sobre una pérdida irreparable pero también llena de luz y magia.