“No sabemos nada de la vida pero aquí estamos”, dice una de las protagonistas de Quién lo impide, la nueva película de Jonás Trueba que él mismo define como un “artefacto raro”. Con material extraído de la pura realidad pero manejando las armas de la ficción, a lo largo de más de tres horas el director nos cuenta cinco años en la vida de unos chavales madrileños de clase media. A dos de ellos los hemos visto en La reconquista (2016), película a dos tiempos en la que Pablo Hoyos y Candela Recio interpretaban a los protagonistas de jóvenes y aquí se interpretan a sí mismos, dando la casualidad, o no, que se parecen bastante a aquellos personajes: Recio es vital y descarnada y Hoyos tímido e introvertido.

El director huye de estereotipos y apenas presta atención a elementos que parece que los definen como las redes sociales o la obsesión por hacerse fotos. Estos jóvenes nos recuerdan mucho a los jóvenes que fuimos nosotros mismos, con esa mezcla entre euforia y melancolía propia de esa edad al tiempo que surge la inseguridad y la incertidumbre ante un futuro que se avecina al mismo tiempo abstracto y desconocido. Vemos a una generación que ha crecido en plena libertad y se muestra mucho más desinhibida en cuestiones sexuales y que expresa su opinión sin reparos. Es esta una película en la que se habla mucho de política, de la forma de relacionarnos, de amor y también de amistad. En todos ellos late la cuestión de la identidad ya que se preguntan qué tipo de adultos serán.

Hay muchas imágenes muy bellas en Quién lo impide. Lo mejor, sin duda, es el romántico encuentro entre esa volcánica Recio y Sylvio, su novio de origen ecuatoriano en un pueblo extremeño. Trueba alcanza un alto grado de intimidad con sus criaturas, lo cual le permite abrir una puerta a sus deseos y anhelos más profundos. Estructurada en tres partes (se estrena incluyendo dos descansos como en los viejos tiempos) es una película que permite recuperar sentimientos que pensábamos olvidados para identificarnos con unos chavales marcados primero por la gran crisis de finales de la década pasada y la pandemia. Abre una puerta de esperanza ya que vemos a una generación más respetuosa con la diversidad y más consciente sobre fenómenos como el bullying.

Irene Virgüez en 'La hija', película de Martín Cuenca

Manuel Martín Cuenca practica un cine muy personal y puramente de autor como hemos visto en películas como La mitad de Óscar o la más reciente El autor. Con La hija se adentra en el terreno del thriller puro y duro para contar la historia del progresivo desquiciamiento de una pareja de cuarentones (Javier Gutiérrez y Patricia López Arnaiz) que encierran en su casa a una quinceañera (Irene Virgüez) de una familia desestructurada que se ha quedado embarazada. El trato es monstruoso, la cuidarán mientras dura el embarazo y al final le darán dinero a cambio de la niña que lleva en su vientre. Todo se complica cuando la prisionera decide quedarse a su bebé y la ansiosa pareja no está dispuesta a dejar escapar a la chica llamada a cumplir con sus más anhelados sueños.

Con aire de western, la película sucede en un rincón apartado de Jaén en el que la pareja vive con sus temibles perros. El director quiere contarnos cómo dos personas normales y sensatas acaban convirtiéndose en monstruos por su frustración por no poder tener descendencia. Cuenca lo narra con buen pulso y mejores interpretaciones en una película progresivamente oscura y desquiciada en la que los personajes se van metiendo en un lío cada vez más difícil de resolver. La belleza del paisaje se solapa con la perversión de lo que vemos en la pantalla en un filme que además tiene la ventaja de ser entretenido.

En Perlas se ha podido ver lo nuevo del gran Sean Baker, director del que hace no mucho disfrutamos la maravillosa The Florida Project. Aficionado a retratar a las clases bajas blancas de Estados Unidos, en Red Rocket el protagonista es un ex actor porno, Mikey (Simon Rex), que regresa a su Texas natal sin un duro ni dónde caerse muerto confiando en que su ex mujer, a la que tiranizó, le dé cobijo. Para ganarse la vida, comienza a vender marihuana mientras intenta ligarse a una chica de 17 años que trabaja en una tienda de donuts.

Lo mejor es el retrato de ese atribulado Mikey que a veces nos parece un desalmado caradura y otras un tipo con un corazoncito. Nos quedamos enganchados a sus vaivenes, a su locura, esa huida hacia delante de un tipo que está a medio camino entre el idealismo bohemio y la pura desfachatez. Hay buen cine en esta película en la que vemos la devastación de la crisis de opiáceos en Estados Unidos y nos ofrece una mirada cargada de compasión y sin tópicos sobre esos famosos rednecks que se supone que votan a Trump en masa.

@juansarda