Que levante la mano al que no le gusten las películas de James Bond. Varias generaciones han crecido con uno de los personajes más icónicos de la historia del cine, el héroe clásico, el hombre solitario, adicto al riesgo, que sabe conducir, pilotar un avión y mezclar martinis, irresistible para las mujeres, siempre bien vestido. La ironía siempre ha salvado a James Bond de ser un tipo perfecto que da grima. Cada época ha tenido su propio 007 y cada uno ha sido un reflejo de su tiempo: el bonvivant y un poco machista de Sean Connery en los 60; el pendenciero y materialista de Roger Moore de los 70 y los 80; el “duro” Timothy Dalton de finales de esa década y el refinado y un poco blando Pierce Brosnan de los 90, tiempo de “pax capitalista”.
Hasta llegar a Daniel Craig, el rubio de la saga, el hombre con la expresión de granito que ha protagonizado una revolución. Desde su aparición en Casino Royale (2006), hemos visto a un espía viril pero atormentado, a un solitario con tintes existencialistas que habita a su pesar en un mundo de traiciones y engaños. No solo el propio personaje ha mutado para convertirse en un tipo más complejo, que además de seducir a las mujeres se enamora de ellas, se acuesta con cincuentonas como Monica Bellucci o le responde a Javier Bardem en su papel de villano en Skyfall (2012) que no dé por hecho que no ha tenido sexo con hombres. Sin duda, gran parte del éxito de Bond reside en su capacidad para actualizarse a los nuevos tiempos.
Dos años después de aquella Casino Royale dirigida por Martin Campbell, un cineasta de blockbusters puro y duro, fue Christopher Nolan quien cambió quizá para siempre las superproducciones con El caballero oscuro (2008), donde Batman se convertía en un personaje de tragedia griega en una película que reflexionaba sobre el terrorismo. Desde entonces, lo habitual es que Hollywood recurra a cineastas de prestigio en el cine dramático para dar empaque y mayor ambición a sus películas. Casos hay a patadas como acabamos de ver con Destin Daniel Cretton y Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos, aun en cartel, o a Patty Jenkins detrás de la saga de Wonder Woman. A estas alturas, casi puede decirse que el único que sigue haciendo películas de espías de puro entretenimiento es Tom Cruise con su Misión imposible.
Los blockbusters de hoy aspiran a ser verdaderos peliculones que tratan asuntos graves de la vida. La muerte de vesper Lynd al final de Casino Royale (2006) marcará el tono porque a partir de entonces Bond vivirá atormentándose por la tragedia y tomándose como algo personal su interminable batalla contra Spectre. Sin tiempo para morir comienza con el personaje visitando la tumba de su ex esposa, a la que sigue llorando. Su nuevo amor se llama Madeleine Swann, quizá un juego de palabras “proustiano” al combinar su famosa madalena con el apellido de su más famoso personaje, interpretado por Léa Seydoux, a la que salvaba la vida en la penúltima cinta de la saga, Spectre (2015).
Madeleine es una joven francesa con un pasado tormentoso. La primera secuencia, la mejor de Sin tiempo para morir, se acerca al género de terror para contarnos el traumático asesinato de su madre por parte de un tipo enmascarado. Tras ese fulgurante arranque, la magnífica canción de Billie Eilish y los clásicos créditos “bondianos” -quizá solo La guerra de las galaxias tiene la misma capacidad de emocionar cuando escuchamos su melodía- sabemos que empieza la aventura y la adrenalina y los sentimientos se alteran porque Bond forma parte de la memoria sentimental de millones de espectadores.
Sam Mendes dejó el listón muy alto con sus dos películas sobre el personaje, Skyfall (2012) y Spectre (2015). Director forjado sobre las tablas y especialista en Shakespeare, Mendes profundizó en la dimensión trágica del personaje. En ambos filmes, casi se diría que Bond lucha contra el propio Bond, contra su mito, en una interrogación sobre la idea de la masculinidad y el heroísmo en el siglo XXI. Cary Fukunaga, director que se forjó en el cine independiente con el éxito del drama migratorio Sin nombre (2009) y alcanzó la fama internacional con la serie True Detective, culmina el trabajo de Mendes en este broche de Craig, donde Bond se convierte en una especie de Cristo redentor de todos los pecados de Occidente.
Sin tiempo para morir, con sus tres horas largas de duración, al mismo tiempo está más apegada al canon “bondiano” que las de Mendes pero también es más absolutamente trágica. Las escenas de acción son trepidantes y dejan sin aliento, ahí está esa persecución en un pueblo italiano, Matera, que termina con un coche-metralleta como en los buenos tiempos. El personaje viaja a Italia pero también a Santiago de Cuba, donde tiene una explosiva aparición Ana de Armas, Escocia, Noruega y Jamaica además de Londres, claro. Si la película empieza con Bond visitando la tumba de la nunca del todo llorada Vesper, luego lo vemos más vulnerable que nunca ante su nuevo amor, Seydoux. El malo sigue siendo Spectre, esa organización malévola que domina el mundo desde las sombras, como una materialización de la paranoia colectiva de que una fuerza oscura maneja los hilos. Por supuesto, hay una guarida y el mundo está al borde de la extinción. Remi Malek, tras su éxito como Freddy Mercury en Bohemian Rhapsody (2018), es un villano viscoso y formidable.