Como mínimo hay una secuencia en este documental de Jonás Trueba que se queda grabada para siempre en la memoria. Se trata del momento en el que Candela (Recio) es visitada en el pueblo de Extremadura en el que pasa la Semana Santa con sus abuelos por su novio Silvio (Aguilar). Este amor adolescente, que el director refleja sin inmiscuirse pero muy cerca de la intimidad de sus personajes, recuerda por su fuerza dramática a las imágenes del romance de Sissy Spaceck y Martin Sheen en Malas Tierras (1973), la obra maestra de Malick sobre el amor “loco” adolescente. Ahí está toda la poesía que tiene que ofrecer esta película en la que los jóvenes no son consumidores enfermizos de botellón ni adictos idiotizados a las redes sociales. Con belleza y lirismo, el director refleja ese momento exacto del descubrimiento del primer amor y alargando el plano del interminable primer beso se nos eriza la piel al recordar aquellos escarceos nerviosos y emocionantes de la primera juventud.
Trueba ha colocado su cámara muy cerca de los rostros y las membranas de sus personajes durante cinco años para mostrarnos cómo crecen unos chavales de clase media madrileños. Estamos acostumbrados a una cierta forma de mostrarnos la juventud, los montajes sincopados, la música a todo trapo, la vida loca y aventurera. Los personajes de Quién lo impide transpiran verdad porque aparecen tal cual son, con el entusiasmo desbordante de la juventud pero también con sus inseguridades, sus tristezas, su miedo ante un futuro que parece cada vez más borroso marcado por el altísimo nivel de paro juvenil en nuestro país y la precariedad laboral. Son chavales que crecieron con la crisis económica de hace una década y se han vuelto a encontrar otra, la terrible pandemia que ha ensombrecido los que debieron ser los años más excitantes de sus vidas.
Entre una crisis y otra, conocemos a una generación distinta en algunos aspectos pero unas personas muy parecidas a las que fuimos nosotros y las personas que conocimos. Vemos a unos chavales para los que el franquismo queda lejos pero que siguen marcados por la tradición ideológica de sus familias, como dice uno, “todos estamos del lado que hemos heredado de nuestros padres”. Son más conscientes de la maldad de los abusones, de sus catastróficos efectos, y se muestran más respetuosos con la diversidad. Han crecido también en un país mucho más heterogéneo, marcado por la inmigración que explota a partir de los años 90 y también por la globalización y la multiplicación de referentes y posibilidades. Hasta cierto punto son más sabios, más cosmopolitas y respetuosos con el diferente, también están igual de confundidos y desorientados que sus padres y sus ancestros cuando tenían su edad.
Dice Trueba que con este filme ha querido “buscar nuestra propia antropología como ya sugirió Perec, esa que hablará de nosotros en ese futuro desde el que aún podamos contemplarnos”. Cinco años después, sus aún jóvenes protagonistas comentaban en San Sebastián, donde la película ganó la Concha de Plata a la mejor interpretación de reparto, que les costaba reconocerse a sí mismos hace unos pocos años, incluso unos pocos meses. Quedan otras imágenes inolvidables como la de la chica que marca con una cruz en un plano del metro de Madrid, que titula “Mi mundo”, los lugares en los que ha estado o ese chico desorientado en una fiesta popular que se emociona cuando encuentra a una amiga y no tiene más remedio que salir de una soledad que disfruta pero duele. Si el cine consiste en captar al mismo tiempo la trascendencia y la inagotable incandescencia del tiempo que se escapa volando, en Quién lo impide hay toneladas de buen cine.