En el mundo del cine hay una máxima casi infalible: es mejor adaptar una novela vulgar que una gran obra de la literatura universal. Hay excepciones en las que un gran libro ha dado lugar a una gran película, como ocurre con El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cuya melancolía fue atrapada de manera brillante por la cámara de Luchino Visconti en el filme homónimo de 1963. No ha tenido, en cambio, tanta suerte Flaubert con las versiones cinematográficas de su obra.
Ya en 1914 el italiano Domenico Gaido estrenó una adaptación de Salambó, novela histórica que volvería a la gran pantalla de la mano del francés Pierre Marodon en 1925 y del italiano Sergio Grieco en 1960, todas ellas películas bastante olvidables. También cuenta La educación sentimental con una versión cinematográfica rodada en 1962 por el polifacético Alexandre Astruc, que con la idea del caméra-stylo contribuyó a la teoría del autor que cimentó el trabajo de la Nouvelle Vague.
En cualquier caso, es Madame Bovary la novela de Flaubert que ha captado la atención de un mayor número de cineastas en el último siglo. Y casi todos han tropezado en mayor o menor medida con la misma piedra: navegar por la literalidad de la trama, no demasiado original ni compleja, sin encontrar una estrategia que fuera capaz de asumir los grandes logros del autor francés, que descansan en el estilo y en la profundidad del retrato psicológico de los personajes. Frente a la sutileza de Flaubert, los Madame Bovary fílmicos caen de forma recurrente y con estridencia en el melodrama.
Fue el director francés Jean Renoir el primero en llevar a la gran pantalla la historia de Emma Bovary en 1933, poco antes de rodar algunas de sus mejores películas: Una partida de campo (1936), La gran ilusión (1937) o Las reglas del juego (1938). Frente a ellas, Madame Bovary palidece. Es cierto que la crítica de la vida burguesa que realiza Flaubert en la novela concuerda con los intereses temáticos de Renoir, pero esta lectura nunca alcanza altura debido a la frialdad con la que el director retrata al personaje principal. Cuenta la leyenda que los productores recortaron la mitad del metraje, por lo que supuestamente estamos ante un filme incompleto –aunque no lo parece– cuyo mayor interés se encuentra en la tensión entre el naturalismo de los escenarios y la teatralidad de las interpretaciones.
El Código Hays
Vincente Minnelli volvería al libro en 1949 añadiendo varias novedades para aplacar a los censores del estricto Código Hays que regía Hollywood en aquella época. En primer lugar, es el propio Flaubert, interpretado por James Manson, quien cuenta la historia desde el estrado del tribunal de justicia de París en el que se juzga la inmoralidad de su obra. En segundo lugar, el guion de la película hace especial énfasis en el quijotismo de una Emma Bovary profundamente desequilibrada por la lectura de novelas románticas –y quizá por ello Jennifer Jones, que venía de triunfar en Duelo al sol (King Vidor, 1946), resulta algo histriónica en su interpretación–. Estos cambios traicionan en parte el espíritu realista de la obra literaria, pero el visionado del filme merece la pena por una de las mejores escenas rodadas por Minnelli: la del vals, con una cámara siguiendo los vertiginosos movimientos de Emma que nos proporciona esa sensación de embriagadora plenitud en el día más feliz de su vida.
Completa la terna de maestros que adaptaron Madame Bovary Claude Chabrol, con una versión estrenada en 1991 con una excelente Isabelle Huppert en el papel protagonista. Sin duda, es la versión más fiel al libro a la hora de respetar la sucesión de acontecimientos, pero el retrato de Emma vuelve a resultar distante y frío. Quizá el propio Chabrol se dio cuenta, puesto que decidió introducir una voz en off para explicar lo que sienten los personajes, algo que solo puede ser interpretado como la asunción de su derrota ante el texto. En cualquier caso, es una película disfrutable desde la puesta en escena, el diseño de producción y por un final excelente, rodado con extrema crudeza.
Hay más versiones del libro, muchas de ellas con un componente extravagante, como la del indio Ketan Mehta (Maya Memsaab, 1993), o la del ruso Aleksandr Sokúrov (Salva y protege, 1989). Sin olvidar la del mexicano Arturo Ripstein en Las razones del corazón (2011), un oscuro y asfixiante melodrama con buenas dosis de pasión, dolor y tragedia.