La llegada del Apocalipsis es un tema recurrente desde los propios tiempos bíblicos. El cine echa mano de manera constante de este leit motiv, con frecuencia para fabricar grandes artefactos palomiteros hollywoodienses. El rey del asunto es Roland Emmerich, muy aficionado a destruir el planeta ya sea mediante monstruos, Godzilla (1998), invasiones alienígenas, Independence Day (1996) o desastres naturales, El día de mañana (2004).
En clave más dramática, el fin del mundo ha dado lugar en los últimos años a algunas buenas películas como Take Shelter (2011), de Jeff Nichols, en la que abordaba la paranoia apocalíptica a través de un tipo obsesionado con encontrar ese “refugio” del título sin que quede claro si es un visionario o un tarado. También hemos visto otros títulos notables como aquella desoladora The Road (John Hillcoat, 2009) o la angustiosa Children of Men (Alfonso Cuarón, 2006).
Silent Night, debut en la dirección de la británica Camille Griffin, se sitúa a medio camino entre el género “fin del mundo” y “reunión catártica de viejos amigos”. En este caso, esa reunión tiene un elemento claramente más dramático porque después de comer y beber como marajás se tomarán una pastilla recetada por el propio Gobierno que los matará sin dolor para evitar que tengan una muerte agónica gaseados.
En plena pandemia y con los hospitales llenándose de nuevo de enfermos de Covid, la película sin duda cobra un significado más actual y metafórico cuando las predicciones de catástrofes naturales se veían como un suceso hipotético o al menos lejano en el tiempo. Si el coronavirus nos ha recordado nuestra mortandad como dicen los pensadores, el Apocalipsis de Silent Night enfrenta a los personajes a sus demonios, ansiosos por marcharse al otro mundo en paz.
Protagonizada por dos estrellas como Keira Knightley y Matthew Goode, la película oscila entre el tono crepuscular de Los amigos de Peter (Kenneth Brannagh 1992), una cierta comedia de costumbres familiar al estilo navideño con los niños corriendo por los pasillos y los padres estresados, para acercarse en su final a un melodrama áspero y rotundo. A veces no queda muy claro qué quiere contar la directora y el leit motiv de la película se queda a medio camino entre McGufin y reflexión rotunda sobre la condición humana, sin embargo la directora sí logra dar al filme un atractivo ambiente malsano en el que destaca el personaje de ese niño sensible y alucinado que como el protagonista de Take Shelter no está muy claro si es un loco o es el único que lo ve claro.