El cine de François Ozon (París, 1967) tiene una vocación cada vez más acusada por tratar los grandes temas de nuestro tiempo sin renunciar a la reconocida condición de esteta del cineasta. En Una nueva amiga (2014) mostraba las nuevas formas de entender las identidades sexuales a través de un protagonista (heterosexual) que se trasviste. En Frantz (2016), uno de sus mayores éxitos, viajaba hasta la I guerra mundial para realizar un canto antibelicista ante las divisiones y tensiones ideológicas de la Europa actual. Y en Gracias a Dios (2018) abordaba los abusos sexuales a menores por parte de curas. Ahora le toca el turno a la eutanasia en esta lograda y conmovedora Todo ha ido bien en la que Ozon, a pesar de tratar un asunto tan “grave”, no renuncia al tono juguetón e irónico que le es propio.
Basándose en las memorias de la novelista Emmanuèle Bernheim, la película cuenta la drástica decisión de André (André Dussolier), un octogenario que tras un accidente cardio vascular decide no vivir ante las numerosos impedimentos físicos que le quedan como secuela. Dicho en sus propias palabras, le han quitado “todo aquello que le hacía feliz en la vida”.
Padre de dos hijas, y esposo de una mujer deprimida con la que tiene una relación distante desde hace años (Charlotte Rampling), la responsabilidad de contratar una clínica suiza en la que se le practique la eutanasia, recae sobre la mayor, la propia Emmauelle. El personaje interpretado por Sophie Marceau lógicamente sufre ante tamaña responsabilidad, mientras padece los celos de su hermana menor, quien siempre se ha sentido menos querida. Hombre socarrón y jovial, a veces hiriente, la “joie de vivre” del anciano suicida impregna el tono de esta película que pretende hablar de cosas graves de una manera ligera.
Morir por amor a la vida
Ozon se esfuerza, por tanto, por desdramatizar la situación. El anciano de esta película no es el Ramón Sampedro de Mar adentro, un tipo deprimido cuya situación vital resulta espantosa de una manera evidente. La idea central de Todo ha ido bien no es tanto defender la eutanasia como una forma legítima de terminar con un sufrimiento insoportable, sino algo mucho más esencial, o sea, el derecho de cada uno a morirse si le da la gana.
Con una situación económica “muy confortable”, el coleccionista de arte es un hombre homosexual que se casó por presiones de la época pero aparentemente no ha sufrido mucho por ello, un tipo para el que precisamente su “amor a la vida” es lo que hace insoportable no disfrutarla al máximo. André casi parece tener la voluntad de celebrar su propia muerte como quien festeja un cumpleaños, en un acto de soberanía personal por el cual decide cómo y cuándo se despedirá de este mundo (después del concierto de piano de su querido nieto).