Monica Vitti era la reina del cine italiano, una actriz con una imagen magnética que tanto servía para interpretar a una burguesa neurótica en las películas de Antonioni como a una alegre y joven urbanita en los filmes que protagonizó junto a Alberto Sordi. En su registro cabía tanto la tragedia como la comedia, el cine de autor y el popular, y por eso siempre contó con el aprecio de la crítica y del público. Formaba parte de la generación dorada de actrices italianas, tan famosas en los años 60 y 70 como las de Hollywood, un grupo en el que iba de la mano con Claudia Cardinale, Gina Lollobrigida, Silvana Mangano, Virna Lisi o Sophia Loren, auténticas divas por su belleza, su talento y un carisma que iluminó el cine durante años.
Hoy ha fallecido en Roma a los 90 años, según ha confirmado el político Walter Veltroni en nombre del que fue compañero de la actriz durante los últimos 40 años, Roberto Russo. “Adiós a Monica Vitti, adiós a la reina del cine italiano. Hoy es un día realmente triste, desapareció una gran artista y una gran italiana”, ha manifestado el ministro de Cultura italiano, Dario Franceschini. En las últimas dos décadas, debido al Alzheimer, la actriz se había alejado de los focos, pero el cine y el mundo de la cultura no habían olvidado su trabajo ni su estilo y personalidad, y el pasado noviembre se festajaron sus 90 años en Italia con exposiciones fotográficas y reseñas de sus más de cincuenta películas.
Nacida en la Roma de Mussolini en 1931 con el nombre de Maria Luisa Ceciarelli, de padre siciliano y madre boloñesa, debutó a los 14 años en el teatro interpretando a una anciana que pierde a su hijo en la guerra, triunfando desde su primer día sobre las tablas. En 1953 se graduó en la Academia Nacional de Arte Dramático y, aunque ya en 1954 debutaba en el cine de la mano de Edoardo Anton en Ridere! Ridere! Ridere!, fue desarrollando todas sus capacidades en el teatro, afrontando papeles dramáticos en obras de Brecht y Shakespeare pero también cultivando su vena más cómica con Ionesco o Molière.
A finales de los 50 se cruzó en su camino Michelangelo Antonioni y ambos iniciaron una pasional relación sentimental y una de las más fructíferas y memorables colaboraciones en el mundo del cine, con cuatro películas inolvidables en apenas 8 años. Decía Antonioni de Vitti que era una de las actrices de más talento que había conocido, alguien “increíblemente móvil” y original en la interpretación. Juntos hicieron La aventura (1960), un filme hermoso, amargo y doloroso, como lo definía Antonioni. Vitti interpretaba a Claudia, la amiga de una joven rica que desaparece durante un viaje de placer y que empieza a desarrollar una fuerte atracción por el novio de esta mientras se afanan en su búsqueda. Un título fundamental en la filmografía del director que fue abucheado en Cannes cuando se le concedió el Premio Especial del Jurado, algo que manifestaba su carácter visionario y provocador.
En 1961 estrenarían La noche (Oso de Oro en Berlín), relato de la crisis de un matrimonio burgués interpretado por Marcello Mastroianni y Jeanne Moreau en el que Vitti hacía un papel secundario, y en 1963 completarían la Trilogía de la incomunicación con El eclipse, en el que la actriz interpreta a una joven que mantiene un apasionado romance con un atractivo corredor de bolsa (Alain Delon). Una trilogía que se desmarcaba del Neorrealismo italiano de De Sica o Rossellini y que quiere indagar en el vacío existencial de sus personajes burgueses, poniendo el foco en los silencios y en los objetos. Sus enigmas son los de la propia vida, y con ellos llega el cine a una nueva modernidad.
En 1964 estrenarían todavía El desierto rojo, la primera película en color de Antonioni, visualmente deslumbrante y muy abstracta, con la cámara pegada a Mónica Vitti para describir la frágil situación psicológica de su personaje, una mujer cuya percepción está seriamente dañada tras un accidente de coche. La película recibió el León de Oro y Antonioni reconoció ante el jurado de Venecia el influjo de su compañera en la película. Sin embargo, el filme también supuso el punto y final de la sociedad entre director e intérprete, tanto sentimental como profesional. Y mientras Antonioni se entrega a un fértil nomadismo por Inglaterra, Estados Unidos, España, China o La India, Vitti aparcaba casi definitivamente el cine de autor para dedicarse a la comedia.
Su éxito fue rotundo, llegando a ser la única mujer que podía medirse en popularidad con los grandes de la ‘Commedia all’italiana’: Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni y Alberto Sordi. Trabajó, además, con los grandes directores del género: con Mario Monicelli, en La ragazza con la pistola (1968), con el propio Alberto Sordi, en El cinturón de castidad (1967) o Amor mío, ayúdame (1969), con Ettore Scola en El demonio de los celos (1970)... En Mayo del 68 dimitió del jurado oficial de Cannes en apoyo a los manifestantes junto a Louis Malle, Roman Polanski y Terence Young.
En 1974 colaboró con Luis Buñuel en El fantasma de la libertad y en 1980 volvió a ponerse bajo las órdenes de Antonioni en El misterio de Oberwald, una rareza televisiva, adaptación de la obra teatral El águila de dos cabezas (1946) de Jean Cocteau. Vitti se animó a debutar en la dirección con Escandalo secreto (1990), que además supondría su último trabajo frente a la cámara para la gran pantalla. Dos años antes, el diario Le Monde había publicado la noticia de su suicidio por barbitúricos, sin haber contrastado la información previamente. Poco después se incendiaría su piso en Roma, un gran varapalo para la actriz, que perdió todos sus recuerdos físicos. Poco a poco, su carerra se iría apagando, pero su impronta quedó inscrita para siempre en la época dorada del cine italiano. Sus últimos años los dedicó a la enseñanza de interpetación en la Academia de Roma.