Que nadie dé crédito a los rumores. Ni el supuesto vampiro húngaro de Drakula halála (1921), ni esa ficticia adaptación soviética de la novela, teóricamente realizada en 1920, ni mucho menos las películas de vampiresas de Theda Bara y similares, se adelantaron a Murnau. No. La primera, auténtica y original versión del Drácula, de Bram Stoker; la primera, única y verdadera película de vampiros sobrenaturales de la historia del cine, es Nosferatu, eine Symphonie des Grauens.
Estrenada el 4 de marzo de 1922, en el Salón de Mármol del Jardín Zoológico de Berlín, en una lujosa première a la que asistieron toda suerte de celebridades, vestidas al estilo Biedermeier, es decir, con trajes de mediados del siglo XIX alemán, como los personajes de la película, poco podían suponer sus creadores, especialmente su director, Friedrich Wilhelm Murnau, y su diseñador de producción, vestuario y productor en las sombras, Albin Grau, que al mismo tiempo que revolucionaban la historia del cine creaban un icono inmortal del fantástico y asustaban a medio mundo, firmaban casi su sentencia de muerte como artistas cinematográficos. De hecho, desataban una tormenta judicial que a punto estuvo de hurtarnos el disfrute de una obra de arte que, con cien años recién cumplidos, sigue fascinando e influyendo gracias al hipnótico poder vampírico de sus maravillosas imágenes.
El saber esotérico de 'Nosferatu' le da un poder, a través de sus imágenes, luces y sombras, que va mucho más allá de las anecdóticas historias sobre su protagonista
La indignación y, al menos hasta cierto punto, avaricia, de una señora victoriana, casi consigue privarnos del primer gran filme de vampiros de la historia. Florence Stoker, viuda del autor de Drácula, enterada del estreno de aquella (per)versión del libro de su marido, rodada sin su consentimiento y sin abonar ni un marco (o libra) en concepto de derechos de autor, removió Londres con Berlín hasta conseguir una sentencia que condenaba todas las copias, y el negativo original de Nosferatu, literalmente a la hoguera. Por fortuna, ya era tarde. El filme de Murnau se había extendido como un virus por el mundo.
Berriatúa, oro puro
Copias diseminadas desde París a Tokio, desde Madrid a Nueva York, aseguraron su supervivencia. Aunque sería trabajo de un español, el gran experto restaurador, cineasta y erudito Luciano Berriatúa, restituir al mundo una copia lo más perfecta y próxima al original estrenado en 1922, trabajando cual alquimista, recombinando partes y elementos perdidos por filmotecas y archivos para, de un nigredo de metraje sin tintados originales, con parte de los intertítulos perdidos, la música original olvidada e incluso un bastardo remontaje sonoro estrenado en 1930, destilar el oro puro de la magnífica copia que estos días puede verse en Filmoteca Española.
A Berriatúa le debemos no sólo esta restauración perfecta, sino también el descubrimiento de Nosferatu, película tantas veces clasificada como “expresionista” y, en palabras de su productor y promotor Albin Grau, “un filme erótico-ocultista-espiritista-metafísico”. En efecto, Murnau quizá no hubiera dado el salto definitivo a un cine fantástico en todos los sentidos del término, revolucionario técnicamente, adelantado a su tiempo e impulsor del arte cinematográfico, que él mismo depuraría después en otras obras maestras como El último (1924), Fausto (1926), Amanecer (1927) o Tabú (1931), de no ser por la participación en Nosferatu de Grau y su productora independiente, Prana Films, cuyos socios eran miembros de diversas organizaciones y sociedades ocultistas, teosóficas y esotéricas del Berlín y la Viena de Weimar. Todo este saber esotérico, convertido en cine, inviste a Nosferatu de un poder a través de sus imágenes, luces y sombras, que va mucho más allá de las simpáticas pero meramente anecdóticas historias sobre su protagonista, Max Schreck, como auténtico vampiro. Leyendas extendidas por el surrealista Ado Kyrou que darían lugar a una apreciable película, La sombra del vampiro (2000), de Elias E. Merhige, recreación imaginaria del rodaje de Nosferatu con un Willem Dafoe pluscuamperfecto.
Con Nosferatu, el cine de Murnau, y el cine en general, salió a los exteriores, experimentó con trucajes, movimientos de cámara inéditos, desarrollando un arsenal técnico-artístico que impulsó decisivamente el lenguaje cinematográfico, convirtiendo al tiempo su germánica versión de Drácula en icono seminal y bien diferenciado cuya sombra llega hasta nuestros días. Werner Herzog, que la calificó como “la mejor película alemana de la historia”, le rindió homenaje con su propia versión, en 1979, a mayor gloria de Klaus Kinski. El cine italiano de terror recogió su legado con la demencial Nosferatu en Venecia (1988), pero su sello mágico inconfundible está también en Hitchcock, Welles, Kenneth Anger, Maya Deren, Coppola, Tim Burton, Del Toro, Scorsese, Guy Maddin, Lynch y otros. Hoy, cuando Nosferatu, el “papá” de todos los vampiros cinematográficos, cumple cien años, el Conde Orlok está tan fresco como siempre, sus garras y dientes bien clavados en los sueños y pesadillas del siglo XXI. Al fin y al cabo, para un vampiro, febril la mirada, errante en las sombras, cien años no es nada.