En una decisión tan acertada como generosa, el Festival de Málaga y los productores de Alcarràs decidieron retirar la obra de la competencia oficial después de que la extraordinaria película de Carla Simón se trajera el Oso de Oro de la Berlinale. Si un jurado en el que había directores como M. Night Shymalan o Ryûsuke Hamaguchi y productores de la talla de Saïd Ben Saïd había decidido que el medidísimo trabajo coral de la cineasta catalana volaba por encima de filmes de directores consagrados como Claire Denis, Hong Sang-soo o Ulrich Seidl, incluirla en el apartado competitivo ponía a sus homónimos del certamen malagueño en un brete insoluble.
La unanimidad con la que Alcarràs fue recibida en Berlín se reprodujo en su estreno nacional en Málaga y esta tragedia humanista sobre los estertores de un modo de vida sustentado en la agricultura tradicional que resquebraja las otrora sólidas paredes de un núcleo familiar apegado a la tierra, eclipsó la presencia de títulos como Dúo en el que Meritxell Colell firma una continuación sui generis de su opera prima Con el viento (2018). El filme de Colell, inexplicablemente relegado a la sección ZonaZine, aquella en la que se supone conviven las propuestas más arriesgadas, explora la desintegración de una pareja de bailarines –magníficos Mónica García y Gonzalo Cunill– mirándose en el cine de Roberto Rossellini (Te querré siempre, Stromboli) y Ermanno Olmi (I fidanzati).
En esa gira accidentada que les lleva a representar su minimalista función por la provincia de Jujuy, el altiplano andino como metáfora de una relación que ya no sube ni baja, Colell cincela cada plano-secuencia con el martillo del tiempo, hendiendo los recuerdos de un amor que ya ni siquiera es palabra ni gesto, solo recuerdo. Tratado sobre la incomunicación, colección de reflejos femeninos y desturistización inquisitiva de la mirada de una cineasta consciente en todo momento de estar pisando terreno ajeno, Dúo es, al menos para quien esto firma, una de las películas que, como Alcarràs, deberían quedar en la memoria de este vigésimo quinto Festival de Málaga.
Un certamen cuya competición inauguró Código emperador (Jorge Coira, 2022), thriller de espionaje escrito por Jorge Guerricaechevarría en el que la valentía para husmear en el vertedero nacional de asuntos turbios –la película muestra el funcionamiento de una estructura de poder alternativa en la que intereses empresariales y mandos militares diseñan la hoja de ruta de todo un país– se ve lastrada por un diseño de personajes utilitario, un conflicto principal sostenido sobre un romance glacial y una superabundancia de tramas con la insistencia como fin último, como si hubiera que dejar claro cómo funcionan nuestros servicios secretos a base de mostrar una y otra vez, en España y en Panamá, implicando a futbolistas y a jueces, su modus operandi.
Ensamblado con la eficiencia impersonal de la cadena de montaje de una fábrica de automoción, el tercer largometraje en solitario de Jorge Coira levanta el vuelo en cada aparición de Miguel Rellán quien, en lugar de mirarse en la chabacanería de ese comisario Villarejo al que el filme le guiña un ojo sin necesidad de citarlo, compone a un general de banalidad maquiavélica, como si bajo una máscara de James Stewart se escondiese Vincent Price.
Si el guion de Jorge Guerricaechevarría toma partido en su tramo final y aboga por desratizar las llamadas cloacas del estado, en El test ni Dani de la Orden ni su guionista (y autor de la pieza teatral original) Jordi Vallejo parecen saber muy bien qué hacer no ya con los dilemas morales de su cuarteto protagónico, sino con el propio argumento de la película: el matrimonio formado por Héctor (Carlos Santos) y Paula (Miren Ibarguren), que atraviesa por serios problemas económicos, ha de decidir entre aceptar el cheque de 100.000 euros que su amigo Toni (Alberto San Juan) les ofrece o esperar diez años para multiplicar esa cantidad por diez.
Planteado el conflicto de la historia tras un dilatado arranque, la película invita a imaginar un debate moral de cierta altura, en la línea de Un dios salvaje (Roman Polanski, 2011), sobre la dificultad de mantenerse fiel a determinados principios de solidaridad y fraternidad en un mundo dominado por el neoliberalismo, una promesa que no tarda en incumplirse para abrazar, en un cambalache tragicómico, las derivas de Una proposición indecente (Adrian Lyne, 1993) y enredarse en lamentos sobre amores aplazados, infidelidades múltiples e insatisfacciones varias, defendidas con ahínco por un reparto entregado a la causa.
Lo peor no es una realización funcional con algunas salidas de tono difíciles de justificar (ese baile), ni siquiera la constante reiteración de problemáticas, sino una lectura final –que llega tras un desenlace larguísimo en el que, llegado el momento de significarse, los autores parecen paralizados por el miedo– que priva de cualquier orgullo a la derrota y que concluye que todos tenemos un precio, que el que no llora no mama y el que no afana es un gil.
Pero si de afanar se trata, nadie mejor que los Canallas de Daniel Guzmán para actualizar la tradición de la novela picaresca disfrazándola de heist movie arrabalera en la que un trío de desarrapados conducido por ese fullero de procaz verborrea que es Joaquín González va encadenando pufos y capeando bancarrotas ejecutando estafas que nunca salen. A pesar de la acumulación de sucesos en exceso similares, de unos cuantos diálogos sobrexplicativos y de las triquiñuelas de guion, sus mordaces golpes de humor y una nada convencional dignificación de las clases humildes, sirven para bosquejar los anhelos de esa España ilustrada en la cultura del pelotazo dispuesta a coger el primer atajo que le llene los bolsillos en el menor tiempo posible.
En esta simpatiquísima película que, por momentos, parece un híbrido entre entre Los tramposos (Pedro Lazaga, 1959) y Del rosa… al amarillo (Manuel Summers, 1963), Guzmán mira con ternura a unos personajes que aplican las enseñanzas aprendidas en los telediarios, tipos que saben que los dineros están en las cuentas opacas de los partidos políticos, en los equipos de futbol y en la Casa Real, para que, en un giro final deudor de Plan oculto (Spike Lee, 2006) sean los titulares de esa caja de las pensiones a la que los gobiernos no dudan en echar mano cuando las crisis aprietan los que alcancen su retiro dorado. Justicia poética.