En su magnífica Infiltrados (2006) Martin Scorsese planteaba la eterna dualidad del alma humana a partir de la historia de dos jóvenes del mismo barrio duro de Boston. Uno de ellos, interpretado por Matt Damon, se hace delincuente. El otro, Leonardo DiCaprio, se integra en la policía. La película trata la tenue línea que separa a los “buenos” de los “malos” y la forma en que la suerte y la casualidad acaban decidiendo que algunos se decanten por uno u otro bando o dicho de otra forma, que tengan vidas más o menos normales y “decentes” o acaben en la cárcel o muertos a tiros. Ya lo decía uno de los protagonistas de La jungla del asfalto (John Huston, 1950): “El camino del crimen siempre acaba mal”. La paradoja de Ariaferma es que ambos acaban, al menos físicamente, en el mismo lugar: la cárcel.
En este filme de Leonardo Di Constanzo, ese antagonismo se plantea mediante la figura de un veterano funcionario de prisiones con buen corazón (Toni Servillo) y un recluso con un pasado siniestro, al que da vida Silvio Orlando. Ambos quedan atrapados en una vieja prisión que será cerrada en breve por el Gobierno en la que por problemas burocráticos apenas quedan una docena de presos. El problema sobre todo lo tienen sus vigilantes, apenas media docena, que deben vérselas con los “peligrosos” reos en una posición de desventaja. Olvidados por el mundo, poco a poco en la película vemos cómo las relaciones entre ambos grupos, firmemente separados y delimitados en apariencia, se van diluyendo.
Hay dos momentos significativos en Ariaferma. En la primer secuencia, el personaje de Servillo explica a sus amigos una vieja historia de infancia (cuidó durante días a un pájaro herido) que revela su buen corazón. En otro momento, el preso al que da vida Orlando le pregunta “cómo se vive en la cárcel”, a lo que el otro contesta “muy gracioso” para luego recriminarle que él tiene “la conciencia tranquila” y que cuando termina su trabajo se marcha a casa. La paradoja del asunto, sin embargo, es que la realidad es que ambos están en el mismo sitio. Durante todo el metraje se plantea la tensión sobre si las constante cesiones del funcionario a los reos, a los que deja cocinar o incluso permite preparar una cena con vino, acabarán mal. ¿El protagonista se pasa de bueno y le tomarán el pelo o la película nos propone una forma de humanismo?
Sin duda, esa última cena nos recuerda a la de los desharrapados de Buñuel en Viridriana (1961). Sin embargo, aunque sea inevitable traer a colación esa magistral secuencia, son películas muy distintas. En la estela de otros grandes dramas carcelarios como Papillon (Franklin Schaffner, 1973) o La milla verde (Frank Darabont, 1999), Ariaferma nos propone una mirada compasiva sobre los presos. Los guardas se preguntan, y el público con ellos, si ese buen corazón de Servillo no le acabará traicionando, si esta es una película sobre los peligros de la ingenuidad. No lo es. Bien narrada y sobre todo interpretada, estamos ante una hermosa fábula humanista sobre la forma en que todos compartimos un mismo sustrato sean cuales sean nuestros logros y nuestros crímenes. En tiempos de cinismo, Ariaferma tiene mucho de cuento navideño y sus buenas intenciones acaban calando en nuestro duro corazón.