La actriz y directora estadounidense Barbara Loden (Asheville, 1932) hubiese cumplido este mes de julio noventa años pero nunca quiso ser Barbara Loden. A la pin up de los años cincuenta, a la bailarina del Copacabana, a la alumna introvertida del Actors Studio, a la intérprete vocacional de obras de teatro (Compulsion, The Highest Tree) y programas televisivos (The Ernie Kovacs Show, Night Circus), a la ganadora de un Tony por su papel en Después de la caída, de Arthur Miller, que dirigió Elia Kazan, su segundo marido, a la discreta pero brillante secundaria en películas como Río Salvaje y Esplendor en la hierba y, sobre todo y ante todo, a la directora de la magistral Wanda, película que dinamitó el panorama independiente y las cuadernas estéticas del Festival de Venecia de 1970, nunca le gustó ser Barbara Loden.
Enigmática e indomable, su vida fue una lucha encarnizada contra sí misma, combate que terminó ganando el inoportuno e implacable cáncer que se la llevó en 1980. Según uno de sus médicos, seguramente lector obsesivo de García Márquez, la enfermedad avanzaba “porque no lloraba lo suficiente”. Loden fue un fenómeno de la naturaleza, una criatura excepcional, heredera del espíritu salvaje de los Apalaches, que creció oyendo hablar a sus abuelos de la patria Cherokee y de las conquistas de Hernando de Soto. “Pasé mi infancia escondida detrás de la estufa de mi abuela. Era muy solitaria. No era nada. No tenía amigos. No tenía talento. Era una sombra”, llegó a declarar a la prensa.
El nadador
Maltratada por Hollywood (aún se comenta por los pasillos de los estudios su “escena perdida” en El nadador, farragoso lío de producción que le dio a Chris Innis para un documental), Barbara Loden terminó convirtiéndose en una “rubia de pelo largo con flequillo de cara ancha, pómulos altos, nariz redonda, delgada, con poco pecho y piernas largas que sonreía para defenderse”, como la define fotográficamente Nathalie Léger en Vida de Barbara Loden (Sexto Piso).
Kazan, marido a su pesar hasta el último día de su vida (estaban tramitando el divorcio cuando empezó su enfermedad), fue más allá calificándola en Mi vida (Temas de Hoy) como una persona “insolente, espabilada, intrépida en la calle, con un no sé qué indecoroso y un lado muy provocador y duro”. Así era Barbara Loden aunque nunca quiso serlo.
Enigmática e indomable, Barbara Loden fue un espíritu salvaje maltratado por una existencia atormentada
Coetánea de Elizabeth Taylor y Sylvia Plath, con las que compartió espacio en los sótanos de la autodestrucción, tuvo en Marilyn Monroe, seis años mayor que ella, una hermana gemela en la soledad y en los traumas infantiles, desangrada también por las heridas que la ingenuidad dejó en su atormentada existencia. Solo dos años después de la muerte de Norma Jeane, en 1964, Loden interpretó a Maggie en Después de la caída, texto teatral en el que todo el mundo vio a la ex mujer de Arthur Miller menos él, que nunca quiso reconocer que había destripado sobre el escenario toda la vulnerabilidad del icono erótico.
“Ningún crítico de este mundo –sea de la Patagonia, de Azerbaiyán o de Scarsdale– puede reflexionar razonablemente sobre este personaje sin pensar primero en Marilyn Monroe”, sentenció un periodista neoyorquino sobre la obra que Elia Kazan dirigió consciente del juego de espejos que había tramado. Resultado: Nueva York a sus pies.
El compromiso
Pese al éxito, Kazan no volvería a repetir el juego de identidades en 1969 con la adaptación cinematográfica de su novela El compromiso. Bien porque no quiso, bien porque no pudo, el papel de Gwen Hubt –trasunto de Loden, con la que llevaba tres años casado ya– recayó en Faye Dunaway. Jamás le perdonó la traición pese a reprocharle que pregonara (la historia se repetía en un irónico giro que volvía a conectarla con Marilyn) los aspectos más escabrosos de su intimidad.
A Miss None, Señorita Nadie, como firmó en algún hotel, no le gustaba ser Barbara Loden hasta que, con un presupuesto de algo más de 100.000 dólares, consiguió levantar Wanda, obra maestra que han reivindicado para el siglo XXI el olfato de Isabelle Huppert y la cinefilia de Almodóvar. Dirigida e interpretada por ella misma, esta vez sí se retrató tal como era. Fue lo más cerca que estuvo de gustarse a sí misma. Arrastrada por la máxima de Kazan, resabiado alquimista de los secretos de la interpretación desde el Actors Studio, según la cual la verdad es la mejor base de la ficción, se metió “de pies a cabeza” (según la categórica Léger) en la piel de Wanda Goronski. Doble ración de realismo si tenemos en cuenta que basó su historia en una noticia publicada en el Sunday Daily en marzo de 1960.
Por esa época se decía que el actor debía estar tan unido a su personaje como un cadáver a su ataúd. Premonitorio, sí, pero Miss None continuó su partida de ajedrez con la parca. “Fui una mujer muerta en vida. Era como Wanda. Estaba desnortada, anestesiada. No había nada que justificara mi existencia”. Perlas y más perlas. Loden dejó inconcluso un proyecto para adaptar la novela El despertar, de Kate Chopin. Qué tarde para un nuevo comienzo pero qué pronto para componer un hermoso epitafio.