Al final de la anterior entrega de la saga, Jurassic World: El reino caído (Jurassic World: Fallen Kingdom, 2018), dirigida por el español Juan Antonio Bayona, los dinosaurios “des-extinguidos” por la clonación alcanzaban al fin tierra firme, extendiéndose por el mundo con la no menos firme amenaza de volver pronto, convertidos ahora en nueva especie con la que el ser humano habrá de repartirse el planeta. Bueno, pues ya están aquí.
Fieles a sus miles de fans, los grandes saurios que tantas pasiones despiertan retornan con Jurassic World: Dominion, dirigida por Colin Trevorrow (San Francisco, 1976), principal responsable de la segunda trilogía jurásica. Y retornan acompañados de otro tipo de “dinosaurios”: Laura Dern, Sam Neill y Jeff Goldblum, los protagonistas de la primera y ya lejana Parque Jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993), cuyas venerables edades y carreras les dan derecho a figurar no sólo en primera línea junto a las dos estrellas de las últimas entregas, Chris Pratt y Bryce Dallas Howard, sino hasta a competir con los verdaderos protagonistas de la saga: los saurios posthistóricos recreados a base de efectos digitales y espectaculares modelos animatrónicos. El nombre del juego es nostalgia, aprovechando de paso el treinta aniversario del año próximo.
Hollywood, mundo jurásico
En un mundo donde los dinosaurios se han extendido por el planeta y se impone una nueva política global para enfrentar el problema, también colisionan el pasado y el futuro de la saga. Por un lado, la promesa de nuevas entregas, con el escenario casi postapocalíptico de una Tierra compartida entre humanos y saurios terribles, que puede dar lugar a infinitas combinaciones metagenéricas (¿son los dinosaurios los próximos zombis de Hollywood?). Por otro, el cierre de la saga original, derivada de la novela de Crichton y el filme de Spielberg, con una nota retro y cómplice: esa reunión de entrañables veteranos, ansiada por unos padres que llevarán corriendo a sus hijos al cine, para verla antes de que estos se la bajen al móvil desde alguna plataforma digital.
No es difícil ver en esta tercera parte que es la sexta (menos mal que, al menos, no van a saltos como en Star Wars) una metáfora involuntaria del destino del viejo mundo jurásico del cine de Hollywood: el de los actores humanos, las historias adultas (que no quiere decir solo “serias”), el color, la imaginación y los directores con poco o mucho de autores (el propio Spielberg), sustituido por uno nuevo de estrellas virtuales (internet está llena de apuestas sobre qué dinosaurios saldrán en esta entrega, mucho más importantes que cualquier actor de carne y hueso). Un Hollywood que prefiere estrenar en plataformas digitales de consumo rápido, cuyos directores, productores y guionistas son una mezcla de ejecutivos y contables con friquis expertos en “universos autónomos de ficción” que no han inventado ellos, pero que saben explotar hasta la saciedad, dentro y fuera de la gran pantalla (series, videojuegos, juguetes, cómics, novelas, muñecos, juegos de mesa, coleccionables, menús de burger). Dicho lo cual, nadie duda de que todos acabaremos, antes o después, viendo Jurassic World: Dominion y lo que venga.
Puede resultar incómodo recordar que Michael Crichton, padre del invento, no quería ni siquiera escribir una secuela de Parque Jurásico. Fue el mefistofélico Spielberg, ese a veces estupendo director que ha destruido la meca del cine, tan fascinante como un tiranosaurio e igualmente peligroso cuando anda suelto, quien le convenció para hacerlo, para después adaptarla también a la pantalla, cambiando como en la primera lo que le dio la gana.
Suspense y terror
Más incómodo todavía es pensar que el original Parque Jurásico fue y sigue siendo una estupenda monster movie, que sabía graduar perfectamente el suspense y hasta el terror, el sentido de la maravilla, la acción e incluso los toques de gore, mientras que su descendencia ha ido deslizándose a pasos de gigante (cómo si no) hacia una infantilización que no es exactamente la de las antiguas películas para niños de sesión matinal, sino un extraño híbrido entre pretensiones ecológicas y morales y aventuras familiares, con “dinos” buenos y donde nunca, nunca, nunca, muere ningún personaje que importe.
No es que esto sea exclusivo de la saga jurásica, pero como el tamaño sí importa llama la atención el hecho de que casi todos los diálogos de sus personajes –dedicados a moralizar sobre esa hubris que, abusando de ciencia y tecnología, en la estela del viejo Dr. Frankenstein, ha desencadenado un desastre capaz de acabar con la humanidad– puedan aplicarse casi palabra por palabra a la misma industria actual hollywoodiense que se encuentra detrás de esta y de tantas otras franquicias.
Algunos dinosaurios se extinguieron porque su inmenso tamaño y diminuto cerebro no daban para más. Mientras, los pequeños se transformaban en pájaros de brillante plumaje y echaban a volar. A veces, la evolución nos demuestra que menos es más, aunque aprender esta lección nunca es fácil y suele hacer falta que caigan imperios y se derrumben las torres más altas para entenderla. El Hollywood que nos trae Jurassic World: Dominion corre el riesgo de dejar de ser la especie dominante, sustituida por los mismos monstruos que ha contribuido a crear y a soltar libres por el mundo del arte y la industria cinematográfica para reducirlo todo a ruinas humeantes.
Viaje al planeta Crichton
El autor de Parque Jurásico, Michael Crichton (1942-2008), concibió su novela como guion y Spielberg le compró la opción al cine incluso antes de leerla. No solo fue porque les uniera una buena amistad sino por el hecho de que Crichton, escritor, guionista y director él también, era una auténtica máquina de fabricar best sellers fantásticos, inteligentes y provocadores, con un pie siempre en los últimos descubrimientos científicos y otro en una técnica narrativa puramente cinematográfica.
Con un toque de Julio Verne en versión pesimista, Crichton se hizo viral antes de tiempo con La amenaza de Andrómeda (1969), anticipó los implantes cibernéticos en el ser humano con El hombre terminal (1972) y, por supuesto, la clonación con Parque Jurásico (1990), aunque ya había mostrado al mundo el peligro de los parques temáticos en su película Almas de metal (Westworld, 1973), hoy casi otra robótica franquicia. Por otro lado, abordó la aventura tradicional con nuevos aires en Los devoradores de cadáveres (1976), llevada al cine como El guerrero n.º 13 (1999); con Congo (1980), película en 1995, y antes con El gran robo del tren (1975), que rodaría él mismo, sin olvidar tampoco tópicos de la ciencia ficción clásica como la invasión alienígena en Esfera (1987) o los viajes en el tiempo en Timeline (1999), ambas filmadas.
Su tema obsesivo fueron siempre los peligros de la ciencia. Una visión heredada de Mary Shelley que, sin embargo, combinaba con la fascinación por la alta tecnología y las fronteras de la investigación, convirtiéndose en padre del concepto technothriller. Esta misma idea está en muchas de las películas que dirigió: Ojos asesinos (Looker, 1981), premonición de la Realidad Virtual; Runaway: Brigada especial (1984), con sus mortíferos robots, e incluso Coma (1978), con tráfico de órganos, según novela de Robin Cook. Algunos de sus thrillers, como Acoso (1994), también llevado a la pantalla, levantarían cierta polémica, al plantear un caso de acoso sexual y laboral con víctima masculina.
Fallecido prematuramente, tras su muerte han aparecido varias novelas póstumas rescatadas de entre sus discos duros, pero, con la excepción de El mundo perdido (1995), Crichton nunca escribió secuelas de sus grandes éxitos