A lo largo de su extensa carrera, el australiano Baz Luhrmann (Sídney, 1962) no ha dejado de hacer malabarismos sobre la frontera que separa la devoción hacia los mitos de la cultura popular y una suerte de irreverencia estética, marcada por una fe desmedida en la fuerza expresiva del pastiche posmoderno. Desde que, en 1996, irrumpiera como renovador del cine teen con su Romeo + Julieta de William Shakespeare –donde el texto del bardo de Avon se pasaba por la licuadora pop de la MTV–, Luhrmann se ha reivindicado una y otra vez como un historiador subversivo. De hecho, si su cine albergara unas dosis más de conciencia política, no sería descabellado situarle bajo el influjo de la máxima de Walter Benjamin, que reclamaba una lectura de la historia “a contrapelo”.
Desde esta perspectiva, el musical Moulin Rouge! (2001), la obra cumbre del australiano, podría leerse como la disección, desde la más rabiosa contemporaneidad, de las pulsiones mercantilistas y misóginas que imperaban en la Paris proto-capitalista del siglo XIX. Por desgracia, o para su fortuna, Luhrmann se identifica más con la figura del Rey del Rock que con la del historiador irredento, lo que tiende a neutralizar el potencial meditativo de sus películas, que resplandecen como efervescentes himnos al frenesí audiovisual de la era digital.
Con Elvis –un impresionista estudio del oropel y la miseria de Elvis Aaron Presley–, Luhrmann reincide en su denuncia del poder destructivo de los simulacros de esplendor de la sociedad de consumo, algo que ya le ocupó en su hipertrófica adaptación de El gran Gatsby (2013). Aunque, como suele ocurrir en su cine, la preeminencia de la forma sobre el fondo conduce la representación a la búsqueda de la proeza estética, un objetivo que se cumple en la deslumbrante primera mitad de este biopic.
Para comprender el talento de Luhrmann a la hora de sondear el sino audiovisual de su tiempo, cabe recordar el modo en que Moulin Rouge! supo capturar los primeros indicios de la era de la hipervelocidad para dar forma a un cine frenético. Con aquel musical deliciosamente cursi y descaradamente vacuo, el cine asimilaba en su ADN el trastorno por déficit de atención que imponían los nuevos tiempos.
Con Elvis, Luhrmann da un nuevo paso en la puesta al día de su repertorio audiovisual y, en una escena crucial, vemos al Rey del Rock protagonizando una especie de coreografía de TikTok junto a sus amigos. El guiño a la red social de vídeos cortos puede pasar inadvertido para la cinefilia más clásica, pero sin duda despertará el interés de los espectadores más jóvenes.
En este sentido, resulta meritorio el esfuerzo de Luhrmann por acercar la figura de Elvis a las nuevas generaciones. El australiano fetichiza las ruinas del pasado –en este caso, el ruido y la furia de uno de los mayores juguetes rotos de la historia de la música–, pero acaba construyendo un espectáculo plenamente contemporáneo, entregado al relampagueo más efímero.
En su diáfana estructura de ascenso y caída –que remite al esquema narrativo que Martin Scorsese pulió a partir de Toro salvaje–, Elvis se encarama a la maestría en el retrato de la escalada del Rey del Rock al panteón del entertainment.
En el prolongado primer acto de la película, Lurhmann hace magia con su dominio del artificio fílmico: encadena salvajemente cámaras lentas y rápidas, trocea cada escena sin piedad, se recrea en pantallas partidas que mezclan imágenes de archivo y ficción, y confecciona enrevesados juegos escénicos que alcanzan su cénit en una escena ambientada en un salón de espejos que remite al del clímax de La dama de Shanghái (1947), el alucinado film noir de Orson Welles.
El febril collage audiovisual resulta tan deslumbrante que genera una cierta adicción. El problema es que, más adelante, cuando llegan escenas en las que el drama requiere algo más de sosiego, es difícil no experimentar un cierto síndrome de abstinencia respecto al espumoso cine-tiktok que Luhrmann engendra para la ocasión.
Una batidora de gestos
En Elvis, además de confirmarse como un virtuoso del cine pop, Lurhmann exhibe su talento para construir películas enteras en torno a gestos físicos muy puros; recordemos los besos icónicos de Romeo + Julieta, los intercambios de miradas embelesadas de Moulin Rouge! o los pasos de foxtrot de El gran Gatsby.
En Elvis, sus desvanecimientos teatrales y el arremolinamiento de sus extremidades conforman la magnética materia prima con la que el australiano confecciona su acelerado sampling audiovisual. Por momentos, parece como si Lurhmann no necesitase relatar la biografía de Elvis, sino que le valiese con el cuerpo y el mito del intérprete de El rock de la cárcel para mantener en funcionamiento su batidora de gestos exaltados y sonidos penetrantes.
Sin embargo, más allá de sus meritorios descubrimientos estéticos, Elvis también se encarga de contar la historia de un chico de orígenes humildes que conquistó la industria del espectáculo gracias a su conexión con el rhythm & blues y el gospel. Tirando de este hilo, Luhrmann convierte a Elvis (a quién da vida un esforzado Austin Butler) en un improbable antisistema.
Primero, lo enfrenta a una sociedad retrógrada, que veía en su expansiva sensualidad una amenaza a los valores puritanos. Y, luego, gracias a sus conexiones con la música negra, la película sitúa al astro de Tupelo bajo el radio de acción de la lucha por los derechos civiles. Toda esta luz progresista se ve contrapesada por la presencia sombría y reaccionaria del personaje del Coronel Tom Parker, el agente de Elvis, a quien da vida un Tom Hanks que oculta su nobleza bajo una gruesa capa de maquillaje.
En una narración que avanza a golpe de flashback, a la manera de Ciudadano Kane, el Coronel se presenta como una figura mefistofélica, siendo el principal responsable de los pactos con el diablo (capitalista) que acabaron hundiendo a su representado. A la postre, de este caldeado cóctel ideológico, que abarca desde el empuje contracultural de los 60 al repliegue conservador de los 70, emerge una película tan relumbrante como desigual, en la que la llameante inventiva plástica de Luhrmann convive con la representación algo tosca del drama de Elvis como un genio atormentado.