Los avances legislativos y teorías queer como las del exitoso Paul Preciado están visibilizando como nunca la realidad de las personas transexuales. Las operaciones de cambio de sexo se multiplican, muchas veces en personas muy jóvenes, y en la propia calle es notoria su mayor visibilidad. Los trans ahora ocupan titulares y espacios públicos pero han existido siempre, solo que antes vivían en situaciones de marginalidad o, en muchos casos, reprimidos.
Aquí, en Cantando en las azoteas, está Eduardo/Gilda Love, un anciano del Raval de Barcelona que se sigue ganando, más bien muy mal, la vida como transformista cantando en clubes canción española. Hoy quizá le llamaríamos fluid gender. Las etiquetas, ya se sabe, ayudan pero también limitan.
El viejo “barrio chino” de Barcelona, con sus personajes de mal vivir, es territorio mítico de la ficción a través de las novelas de Vázquez Montalbán o las crónicas de Maruja Torrres. El Raval hoy es un espacio multicultural, plagado de turistas, que mantiene su belleza y parte de su encanto como antiguo barrio canalla de la capital catalana.
Eduardo/Gilda es como el último dinosaurio de un mundo en proceso de extinción, portador de unos recuerdos que nos retrotraen a los tiempos en que el barrio era un lugar peligroso donde la criminalidad se entrelazaba con la vieja bohemia.
Es una película breve, hermosa, en la que descubrimos a ese tipo tierno que sigue ganando unas perras cantando canciones antiguas y se desespera porque no puede pagar las facturas. Lo más conmovedor, su relación con una niña de unos dos años a la que abandonan sus padres y de la que no tiene más remedio que hacerse cargo.
A la mente vienen de manera instantánea, claro, las imágenes de El chico (Charlie Chaplin, 1920). En esa casita precaria, decorada con fotos de estrellas de la época dorada de Hollywood como Clark Gable, Rita Hayworth o Sophia Loren, vemos un mundo que poco a poco se apaga mientras, al mismo tiempo, el propio protagonista no deja de ser un pionero, a su manera, un verdadero vanguardista.