Una historia de dimensiones épicas, situada en la Era Muromachi (1336-1573) de Japón. Un cuento mitológico sobre el fin de una época, plagado de dioses, monstruos y magia. Una historia de amor, odio, ambición y lucha por la supervivencia, con héroes malditos y personajes ambiguos. Sobre todo, una mirada compasiva, profunda y llena de poesía a la existencia humana, con sus conflictos, grandezas y miserias.
Todo ello y mucho más es La princesa Mononoke, un clásico del cine de animación. No, perdón, un clásico del cine moderno, a secas, capaz de conmover hoy día tanto o más como lo hiciera en su estreno de 1997.
El mítico Ghibli
Durante muchos años, el cine de animación en general y el japonés en particular cargaron con el sambenito de ser una forma de expresión limitada prácticamente al público infantil y familiar, con las contadas excepciones de rigor. Miyazaki (Tokio, 1941) y su hoy mítico Estudio Ghibli, fundado por él junto a Toshio Suzuki e Isao Takahata en 1985, son uno de los factores que han contribuido a que esa visión del cine animado haya evolucionado hasta alcanzar su actual estatus.
Y no con filmes estrictamente para adultos, sino con historias, precisamente, para todos los públicos, pero concebidas con una sofisticación, un sentido de la narración audiovisual y una carga de profundidad filosófica y moral solo equiparables a su excelencia técnica y artística.
La princesa Mononoke, sin detrimento de obras anteriores o posteriores no menos espléndidas, como la precursora Nausicaä del Valle del Viento (1984) o la premiada El viaje de Chihiro (2001), es, sin duda, una de las cumbres en la historia de Ghibli y de la carrera de Miyazaki. Basándose en un guion propio concebido directamente para la pantalla (y no en alguno de sus mangas anteriores), el argumento de La princesa Mononoke toma su inspiración en distintos motivos mitológicos, históricos y religiosos japoneses.
Una historia de iniciación
Su argumento es el de una historia clásica de búsqueda e iniciación, en la que el joven Ashitaka, príncipe de los Emishi, debe viajar hasta las lejanas regiones del oeste en busca de una cura para su maldición, encontrándose a su pesar en mitad de un conflicto apocalíptico entre los dioses del bosque y la fundición de hierro que amenaza su existencia, dirigida por la inteligente e industriosa Lady Eboshi, de cuya resolución dependen no solo su curación y vida, sino quizás el futuro de la humanidad.
En el conflicto participan también guerreros samurái del ambicioso sogún de la región, dispuesto a apoderarse de la fundición; enviados del emperador que buscan la cabeza milagrosa del cornudo Espíritu del Bosque y, sobre todo, la joven San: la princesa Mononoke, muchacha criada por lobos, enemiga juramentada de unos seres humanos que buscan la destrucción total de su mundo mágico y natural.
Con todos estos elementos, Miyazaki construye una compleja parábola ecologista y humanista. A diferencia de la mayor parte de las fantasías épicas occidentales, sus héroes y antihéroes son complejos y llenos de facetas paradójicas: Ashitaka debe controlar su maldición, que le torna violento e irracional; la princesa lucha por una causa justa, pero aniquila implacablemente inocentes de su propia raza; Lady Eboshi, con su fundición de hierro, da trabajo a prostitutas liberadas y leprosos. Los dioses del bosque son tan hermosos como brutales, enfrentados entre sí y tan impredecibles como las propias fuerzas de la naturaleza.
Nada es blanco o negro. Estamos muy lejos de las fantasías mesiánicas de sagas como El Señor de los Anillos o Star Wars, con sus luchas maniqueas entre el Bien y el Mal de raíces judeocristianas. La princesa Mononoke remite al camino del Shinto y sus dioses (kami) de tipo animista y panteísta, representación de las fuerzas de la naturaleza en toda su majestad pero también ferocidad.
Al tiempo, su visión trágica de la existencia está profundamente ligada a la filosofía budista. Aunque el mágico bosque animado, verdadero protagonista, vuelve a brotar, y los inquietantes y simpáticos kodama (espíritus de los árboles que, desde el filme de Miyazaki nadie puede volver a imaginar con otro aspecto) retornan con él, también volverán, sin duda, los conflictos, miedos y batallas, la crueldad, la ambición y la locura de los humanos.
Pero, pese a ello, nos dice Miyazaki con sus atribulados héroes, solo podemos hacer una cosa, parafraseando cierta película de Kurosawa: ¡Vivir! Una lección que rara vez encontramos en las fantasías heroicas de Hollywood, donde lo que importa es... ¡ganar!