El siempre polémico director franco-argentino Gaspar Noé (Buenos Aires, 1963) nos tiene acostumbrados a apuestas formales radicales y arriesgadas, desde la perspectiva subjetiva y voladora del alma del protagonista asesinado en Enter the Void (2009) al porno en 3D de Love (2015). En su nuevo filme, Vortex, presentado en el Festival de Cannes en 2021 y ganador del premio Zabaltegui-Tabakalera del Festival de San Sebastián, apuesta por un estricto uso de la pantalla partida.
Este recurso no es nuevo ni en el cine de autor –lo han practicado directores españoles como Jaime Rosales en La soledad (2007) o Luis López Carrasco en El año del descubrimiento (2020)– ni en la propia filmografía de Noé, que ya lo utilizó en el reciente mediometraje Lux Aeterna (2019), aunque su uso no dejaba de parecer más un capricho que una herramienta expresiva adecuada para la historia. Todo lo contrario ocurre en Vortex.
El filme aborda una de las cuestiones más invisibles en la creación contemporánea: la dura realidad de la vejez en nuestra sociedad actual. Con un argumento que recuerda al Amor (2012) de Michael Haneke, Vortex nos sitúa en el apartamento de una pareja de octogenarios de clase media. Ella (interpretada de manera prodigiosa por la legendaria actriz francesa Françoise Lebrun), que fue psiquiatra, ahora sufre Alzheimer. Él (al que da vida el director italiano Dario Argento) es un intelectual con problemas de corazón que pretende escribir un libro sobre la relación de los sueños y el cine titulado Psiche.
Tras un idílico prólogo, en el que ambos comparten una copa de vino y un aperitivo en la terraza de la vivienda, se produce la división de la pantalla y en cada mitad seguiremos los pasos simultáneos de los dos protagonistas, incluso cuando se sientan el uno al lado del otro. Esto consigue individualizar la experiencia de los dos personajes, una pareja que sin duda se quiere y se tiene cariño, pero que en realidad vive en dimensiones distintas de la realidad. Por otro lado, este recurso desorienta al espectador, que nunca sabe si está mirando donde debe.
Noé no busca ser complaciente ni emotivo (al contrario, es tan despiadado como siempre). La asfixiante atmósfera que diseña aborta la posibilidad de caer en el drama social para situarse cerca del cine de terror y transmitir el miedo, la soledad y la tristeza de los personajes desde la mayor crudeza posible. A ello contribuye la cámara en mano y el diseño del interior de la vivienda, plagado de libros, de fotos y de carteles. Una vivienda claustrofóbica que apenas se atreven a abandonar, como si fuera una jaula.
La monotonía del día a día solo se ve interrumpida por los episodios de demencia de la mujer y por las puntuales visitas de un hijo que, como dice, no puede ayudarles ya que apenas puede ayudarse a sí mismo. Ese es el drama que atrapa el mejor cronista de lo inhumano de nuestra naturaleza, que se muestra, a pesar de todo, más sobrio y accesible que nunca antes.