En una de las pocas escenas tranquilas de Bullet Train, el nuevo super-thriller de acción, humor y suspense protagonizado por un irresistiblemente simpático Brad Pitt que se estrena este viernes, vemos a uno de sus personajes más inquietantes, la joven y supuestamente ingenua lolita con uniforme escolar Prince, encarnada por Joey King, leyendo tranquilamente en su asiento del Shinkansen, mítico tren bala que une las grandes ciudades de Japón, un ejemplar de Shibumi, la novela de Trevanian.
No es un guiño inocente. El clásico de espionaje internacional Shibumi, publicado originalmente en 1979, es uno de los primeros best-sellers que introdujo poderosamente en el imaginario occidental del género elementos japoneses y orientales, familiarizando al lector con nociones generales de la cultura nipona, rematando literariamente lo que el cine de kung-fu y samuráis llevaba haciendo varios años desde las pantallas.
De hecho, bajo el seudónimo de Trevanian se ocultaba el ya fallecido Rodney William Whitaker, prestigioso profesor de cine estadounidense, quien presentaba al protagonista de su novela más famosa como un asesino experto en artes marciales, en el juego del go y la filosofía shibumi, todo lo cual aplica eficazmente a sus mortíferas capacidades profesionales.
En una película donde prácticamente todos los personajes son a su vez maestros del asesinato, enfrentados en un delirante juego del gato y el ratón, es obvio que la referencia no es gratuita. De hecho, Bullet Train es el más reciente —pero ni mucho menos será el último— ejemplo del potente influjo de la cultura popular japonesa sobre Hollywood en particular y Occidente en general.
David Leitch, que ha sido monaguillo antes que fraile (especialista y doble de acción, experto en artes marciales y coordinador de escenas de lucha en un buen montón de películas previamente a convertirse en realizador), es uno de los directores actuales que más y mejor entiende y utiliza las estéticas, tropos y estilemas del cine de acción japonés y de Hong Kong así como del manga o cómic nipón, con todas sus peculiares convenciones.
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Lo demostró en 2014, codirigiendo John Wick (Otro día para matar), un ejercicio de estilo homenaje al chambara, las pistol operas chinas y el cine yakuza, e incluso con títulos basados en cómics occidentales como la estupenda Atómica (2017) o Deadpool 2 (2018).
Su entrega de la saga de fantasía heroica automovilística Fast & Furious: Hobbs & Shaw (2019) está plagada de elementos visuales, expresivos y de montaje directamente deudores del manga y el anime. Nada extraño para una serie de acción que deriva de forma inconfesa del manga Initial D, creado en 1995, cuyo asesor técnico, Keiichi Tsuchiya, fue también coordinador de especialistas en A todo gas: Tokyo Race (2006). Ahora, Leitch se ha entregado gozosa y completamente al japonismo más pop, desquiciado y estilo manga con este imparable Bullet Train.
Leitch se ha entregado gozosa y completamente al japonismo más pop, desquiciado y estilo manga con este imparable 'Bullet Train'
Aunque está protagonizada por un reparto internacional encabezado por Brad Pitt y una casi fantasmal Sandra Bullock junto a Joey King, Aaron Taylor-Johnson, Brian Tyree Henry, el rapero Bad Bunny o Michael Shannon, además de actores japoneses como Hiroyuki Sanada y Masi Oka o medio nipones como Andrew Koji (lo que le ha valido ya aburridas acusaciones de “blanqueamiento” de la historia original, algo que, por cierto, en el caso de Tyree Henry o Bad Bunny roza la autoparodia), Bullet Train adapta con notable fidelidad al tiempo que no pocas libertades la excelente novela Tren Bala de Kotaro Isaka, que acaba de publicar en castellano ediciones Destino.
Isaka es uno de los mayores talentos del thriller y la literatura criminal japonesa actual. No solo ha ganado los más prestigiosos premios del gremio, sino que varias de sus novelas han sido ya llevadas a la pantalla en su país, algunas con notable éxito, como Fish Story (2009) o Grasshopper (2015), y hasta en Corea del Sur, como Golden Slumber (2018).
Era cuestión de tiempo que Hollywood pusiera sus ojos en él. Una de las virtudes del filme de Leitch es, precisamente, apartarse de forma respetuosa e inteligente de su fuente literaria, lo que nos permite también disfrutar y mucho de una novela llena de sorpresas, cuya lectura es recomendable tanto antes como después de ver la película.
Escrita de forma tan trepidante como la acción que en ella se desarrolla, Tren Bala muestra, sin duda, la influencia del cine y la novela negra occidentales, pero también sigue claramente la tradición de clásicos seminales nacionales como el manga Golgo 13 o las obras del escritor Edogawa Rampo (el personaje de El Príncipe podría haber salido directamente de la perversa pluma de este último, padre del eroguro y la novela policíaca japonesa).
La invasión nipona y asiática ha cambiado radicalmente el panorama de un cine que se ahogaba en sí mismo, aportando influencias refrescantes
Por supuesto, las críticas occidentales de novela y película señalan sus parentescos con el cine de Quentin Tarantino o los hermanos Coen, especialmente con títulos como Kill Bill (2003/2004) o El gran Lebowski (1998). Pero se trata de comparaciones engañosas, puesto que invierten una ecuación en la que, realmente, lo que más pesa es justo lo contrario: la inmensa influencia que el cine, la cultura pop y de masas japonesa, con el manga a la cabeza, tiene sobre el cine del Hollywood actual.
Aunque, sin duda, los intercambios son mutuos y el influjo se mueve en ambas direcciones, desde que Kurosawa descubriera a John Ford o “plagiara” a Dashiell Hammett para Yojimbo (1961), por poner un ejemplo bien conocido, en este momento puede afirmarse que el fiel de la balanza se inclina, al menos en el cine de acción espectacular y en numerosas propuestas más o menos independientes y autorales dentro del mismo, del lado japonés.
Bullet Train, más aún que la novela original, se lanza por completo a una violencia gráfica, lúdica y vertiginosa que toma su punto de referencia en el manga de acción, con su forzosa y gozosa suspensión de la incredulidad basada en el puro exceso visual. Recurre tanto al montaje más sincopado como a la cámara lenta, a los planos cortos como a los saltos espacio-temporales, e incluye múltiples guiños a la cultura pop japonesa: de los animes infantiles a los snacks, los muñecos de peluche o la estética lolicon de Joey King, pasando por clásicos del cine yakuza más surrealista, como el Seijun Suzuki de Marcado para matar (1967) o El baile de los sicarios (2001), para concluir con un espectacular enfrentamiento de puro chambara desquiciado, con toques del cine de gánsteres de Hong Kong y el soja-western.
A ello hay que sumar también su irónico juego con la filosofía oriental, en su barata versión occidentalizada de autoayuda, que sustituye en la película a la proverbial mala suerte del gafe protagonista de la novela. Si los extremistas del pensamiento woke pueden acusar a Bullet Train de “blanquear” la obra original, los extremistas del pensamiento conservador wasp pueden darse un banquete de odio ante la descarada orientalización y japonización de los códigos narrativos del cine de Hollywood, más manga que muchos mangas y casi más japonés que el cine de Takeshi Kitano.
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El nuevo filme de Leitch es otro síntoma de cómo la invasión nipona y asiática ha cambiado radicalmente el panorama de un cine que se ahogaba en sí mismo, aportando desde hace ya tiempo influencias y referentes refrescantes que, más allá del guiño, el homenaje o la copia, se han incorporado al lenguaje formal de la narrativa cinematográfica occidental, especialmente dentro de los géneros comerciales, favoreciendo su renovación.
Bullet Train es la más reciente adición —y una de las mejores— a una larga lista que comprende el excelente vehículo de ciencia ficción para Tom Cruise Al filo del mañana (2014), basado en novela de Hiroshi Sakurazaka; la sorprendente, sofisticada y colorista Bunraku (2010) de Guy Moshe; la saga iniciada con Matrix (1999), confesa y culpablemente inspirada en los mangas y animes de Ghost in the Shell —finalmente adaptados por Hollywood en 2017, con Scarlett Johansson como protagonista—; el Avatar (2009) de Cameron, deudor de la siempre superior La princesa Mononoke (1997); los filmes de Pacific Rim (2013) y Transformers (2007), apropiaciones hollywoodienses del género de mechas o robots gigantes nipón, por no hablar de los remakes de Godzilla y compañía o del J-horror, el terror japonés de los primeros 2000 que conquistó Occidente.
Pero, ojo, también obras más singulares, arriesgadas y autorales, por más que de resultados irregulares: Silencio (2016) de Scorsese; Cisne negro (2010) de Aronofsky; Origen (2010) de Nolan, las dos Kill Bill de Tarantino; Lost in Translation (2003) de Sofia Coppola; Ghost Dog, el camino del samurái (1999) de Jarmusch; Lengua silenciosa (1993) de Sam Shepard… Y así, retrocediendo hasta llegar a ese fundacional título cyberpunk que ahora cumple cuarenta años, verdadero cruce de caminos entre Oriente y Occidente, entre la vanguardia japonesa, el cómic europeo, la ciencia ficción y la tradición noir del cine clásico de Hollywood: Blade Runner (1982).
Con el mismo efecto arrollador que el Shinkansen de Bullet Train la cultura pop japonesa —y asiática— no ha irrumpido en el Hollywood del siglo XXI como una moda pasajera, sino como un modo permanente de narrar y representar la ficción audiovisual. Aunque no todos los resultados sean siempre tan agradecidos y disfrutables como en este caso, a menudo sin pasar del mero plagio o la imitación superficial, pero también llegando en ocasiones a poner en práctica una adopción profundamente simbiótica de su carácter y características singulares, es evidente que ha venido para quedarse. Recuerden, próximamente, en todas sus pantallas: John Wick: Chapter 4.