Escoger la mejor película de los hermanos Marx es como jugar a una lotería infalible, da igual con qué número juegues, lo más probable es que aciertes. Quizá la más redonda sea Una noche en la ópera (1935), en la que esa secuencia del camarote a rebosar en el barco se ha convertido en una expresión universal para decir que un lugar está abarrotado.
Otro momento mítico del filme, en el que se revela el aspecto kafkiano que siempre tuvo su obra, es ese en el que Groucho lee un contrato y dice aquello de “la parte contratante de la primera parte”, que sigue siendo la mejor parodia de la burocracia y las trampas del lenguaje legalista.
Oportunista, canalla, caradura, deslenguado, grosero… Groucho Marx provoca una risa liberadora porque en realidad nos representa. Perfeccionó su personaje hasta lo sublime pero no lo inventó él. La tradición judía, en la que el humor, muchas veces negro, es fundamental, creó al schlemiel, arquetipo contrario al héroe.
El schlemiel es el tipo que mete la pata en una reunión social, el que derrama una taza de café hirviendo sobre su amada en la primera cita y el “cobarde” que no quiere ir a la guerra no porque sea pacifista sino porque, sencillamente, tiene miedo. No solo eso, en una sociedad hipercapitalista como la estadounidense, encarnan una y otra vez la dignidad del loser.
Junto a sus hermanos, el inolvidable Harpo, el payaso mudo y poeta, y Chico, el tipo rudo y un poco elemental de las calles de Nueva York, construyó algunas de las mejores comedias de todos los tiempos. Comenzaron en el teatro, curtiéndose en las duras tablas de Broadway, y sus primeras películas, Los cuatro cocos (1929) y El conflicto de los Marx (1930) adaptaban aquellos primeros éxitos. Conjugan la fuerza del slapstick, el gag basado en el humor físico, con el ingenio que también forma parte de la tradición hebrea, ese pueblo que superó todos los exilios y pogromos convirtiendo el sarcasmo en una catarsis.
Los años 30 en estado de gracia
En los años 30 firman sus mejores películas. Sopa de ganso (1933) es una obra maestra, una brutal sátira contra el auge del totalitarismo en la que se revelan como unos visionarios. Una vez más, el oportunismo en apariencia cínico de Groucho resulta mucho más humano y, en último término, moral, que la exaltación nacionalista y la integridad entendida como fanatismo de la épica militarista.
La construcción del héroe se impone como un ideal que refleja lo mejor del ser humano pero también de un molde que hoy llamaríamos “masculinidad tóxica”. Frente a esos machos alfa que conducen a la humanidad a las mayores catástrofes, la falta de pretensiones, la asunción de su propia debilidad y cobardía, el rechazo frontal a cualquier ideología que no admite discusión y la parodia de lo épico convierten a Groucho en un personaje redentor que salva a los hombres de la obligación de tener que serlo.
“Si no le gustan mis principios tengo otros”, reza la frase más famosa de Groucho Marx (Nueva York, 1890-Los Angeles, 1977), convirtiendo al schlemiel en obra de arte. Se definió a sí mismo como un “amante sarnoso” en sus memorias y dijo aquello de “nunca formaría parte de un club que me aceptara como miembro”. Frente a la obligación de no derramar una lágrima y ser siempre perfecto, él exaltaba lo que verdaderamente nos hace humanos.
Después de Sopa de ganso, otra obra maestra ya mencionada, Una noche en la ópera, donde perfeccionan su talento para el enredo. En Un día en las carreras (1937) Groucho se dedica, una vez más, a tomarle el pelo a una vieja millonaria, esa Margaret Dumont que encajaba las mayores groserías con cara de palo. Inolvidable esa última secuencia, revolucionaria, en la que los hermanos huyen de la vida burguesa de los blancos ricos para terminar cantando y bailando con sus sirvientes afroamericanos.
Apología de la bohemia
Frente al aparente cinismo de Groucho, en las películas de los hermanos siempre aparece una encantadora pareja de jóvenes que simbolizan la pureza de la vida. Son siempre profundamente románticos. Ahí esta ese joven dramaturgo de El hotel de los líos (1938), representante de una especie de pureza artística al que los hermanos ayudarán demostrando su buen corazón. El mundo del dinero, al que una y otra vez satirizan en la millonaria de Dumont, se encarna en un magnate del teatro. Cargadas de humanismo, frente al capitalismo rampante, los Marx siempre contraponen la importancia de los sentimientos.
Otra película fundamental es Los hermanos Marx en el Oeste (1940), con esa famosa secuencia del tren que no puede frenar en la que gritan aquello de “¡más madera, es la guerra!”, que forma parte del lenguaje popular. Los Marx vuelven a dar vida al mito bohemio y anarquista que forma parte de su esencia. Nunca tienen domicilio ni trabajo fijo, alérgicos a las convenciones de la vida burguesa. En este caso, deberán enfrentarse a una codiciosa compañía de ferrocarril en su eterno conflicto con el mundo del dinero.
Con Tienda de locos (1941) culminan su etapa de esplendor. Una vez más, los métodos poco ortodoxos de Groucho se ponen al servicio de una buena causa como los intereses de una joven y encantadora cantante de ópera. Aun rodarían dos películas más como Los hermanos Marx, Una noche en Casablanca (1946), en la que parodian la famosa Casablanca de Bogart en su incesante destrucción del héroe viril clásico, y Amor en conserva (1949), ambientada en ese mundo del espectáculo que tanto amaron. Nunca quisieron ser más que cómicos y en esa falta de pretensiones, sus maravillosas películas encuentran absoluta grandeza.