La pasada edición del Festival de Cannes sirvió, entre otras cosas, para constatar la singularidad y el arrojo de Albert Serra (1975). El ilustre escenario le traía buenos recuerdos al cineasta de Banyoles, quien irrumpió por sorpresa en el panorama cinéfilo internacional cuando, en 2006, se presentó en la Quincena de Realizadores con Honor de cavalleria, una versión libérrima de El Quijote filmada entre amigos y con una escasez de medios materiales que contrastaba con su descarada ambición artística.
Sin embargo, pese a la firmeza con la que Cannes había acunado y visto crecer el espíritu radical de Serra –un autor afín al conocido como slow cinema–, el cineasta aún no había probado su valía en el principal escaparate del festival: la Sección Oficial.
La oportunidad le llegó este año y, desoyendo la tentación de asegurar el tiro con una película más accesible, Serra entregó Pacifiction, una obra que, además de reincidir en el heterodoxo cóctel de hermetismo y languidez que caracteriza al autor de Liberté, despliega una ácida meditación sobre una clase política perdida entre los infundados delirios de grandeza, la paranoia y la perpetuación de una masculinidad tóxica.
La deslumbrante Pacifiction conduce al espectador hasta Tahití, donde un alto comisionado del estado francés (interpretado por un magnético Benoît Magimel) se mueve como pez en el agua –a la manera del Ben Gazzara de The Killing of a Chinese Bookie de John Cassavetes– por el universo de la diplomacia local, un mundo plagado de pequeñas oportunidades para ejercer el clientelismo.
[Albert Serra: "En el cine español soy el mejor, único"]
Por primera vez en su trayectoria fílmica, al margen de sus trabajos museísticos, Serra sitúa la acción de su película en el núcleo de una contemporaneidad que revela su cara más siniestra.
Tensión geopolítica
En un gesto que cabe calificar como profético –dado que el filme se rodó antes del inicio de la invasión de Ucrania por parte de Putin–, Pacifiction invoca la sombra de una escalada de tensión geopolítica en la que Francia pretendería recobrar su peso en la escena global mediante la reanudación de ensayos nucleares en la Polinesia.
Sin embargo, la trama de espionaje se articula de un modo tan ambiguo e incierto –Serra hace malabarismos con el suspense hitchcockiano– que la pompa y magnificencia que exudan los personajes parece más fruto de la farolería que de un poder fáctico.
Como ocurría con el obtuso representante de la corona española en Zama, de Lucrecia Martel, o con los alienados miembros de la legión francesa en Beau Travail de Claire Denis, las criaturas de Pacifiction deambulan por los márgenes de la Historia, como los últimos pero muy vivos estandartes de imperios arcaicos que reclaman su lugar en un presente caótico.
En una de las escenas más memorables de la película, Mr. De Roller (Magimel) supervisa la creación de un espectáculo de danza que proyecta una imagen for export de la cultura polinesia. Emocionado por la recreación de una pelea de gallos (quizá un guiño al críptico desfile de testosterona de Cockfighter de Monte Hellman), el funcionario ordena a los bailarines que se entreguen “¡sin contemplaciones… con más violencia, con más dureza!”. En este pasaje extático, no resulta difícil ver a De Roller como un alter ego de Serra, que en Pacifiction vuelve a explorar con determinación, lejos de todo sentido de la mesura, la difusa frontera entre el cine narrativo y el ejercicio de vanguardia.
Echando mano de su particular concepción de la praxis fílmica –basada en el rodaje intuitivo con tres cámaras digitales que nunca dejan de filmar–, el director de La muerte de Luis XIV compone su enésima oda al resplandor de la decadencia. En este caso, el objeto de estudio es el fulgor crepuscular de la política colonial, un mundo estancado en su propia putrefacción, un universo amoral en el que resuenan las estampas perversas y agonizantes de Querelle (Un pacto con el diablo) de R.W. Fassbinder.
[Vicio y libertinaje de Albert Serra]
Para dar forma al circo de criaturas hedonistas e indolentes de Pacifiction, Serra afila su sexto sentido para la filmación de banquetes y guateques en los que, a la manera del cine de Andy Warhol, la sofisticación y sensualidad se hermanan con un cierto aire de decrepitud.
Para imaginar el maratoniano tratamiento de shock escénico que reciben los intérpretes, vale la pena atender a un factor numérico: los 165 minutos de Pacifiction son el resultado de 540 horas de material filmado.
Como guinda del pastel, en Pacifiction Serra curiosea en los escenarios exóticos de la Polinesia y encuentra una fuente inagotable de estampas que basculan entre lo monumental y lo kitsch, de los imponentes cielos anaranjados a las luces de neón de clubes nocturnos, del salvaje oleaje oceánico a las pintorescas residencias de los nativos.
Espacios y atmósferas sobre los que se construye una película que recoge los estertores del neonoir –de La noche se mueve de Arthur Penn a Corrupción en Miami de Michael Mann– y los contamina con el hipnótico extrañamiento de David Lynch. En la pletórica media hora final de Pacifiction, el genial actor francés Marc Susini convierte a un almirante de la marina francesa en un lunático demiurgo bailarín, a medio camino entre el menudo ‘Hombre de Otro Lugar’ de Twin Peaks y el demoníaco Dennis Hopper de Terciopelo azul.
[Albert Serra: "La historia del cine no me ha marcado como creador"]
Y de azul se tiñe Pacifiction en una clausura que camina hacia el delirio y la abstracción, cuando la pantalla se convierte en un lienzo ignífugo en el que Serra da forma a un purgatorio en el que una troupe de monstruos y unas pocas almas nobles (como la del enigmático personaje interpretado por Lluís Serrat, el Sancho Panza de Honor de cavalleria), conviven en el corazón de las tinieblas.
Ruta por el tiempo suspendido
Por Javier Yuste
¿Cómo valorar la trayectoria de un cineasta tan excéntrico como Albert Serra? Para él mismo no hay duda sobre el lugar que ocupa: “En el cine español soy el mejor, único”, nos decía antes de presentar Pacifiction en Cannes, templo del cine de autor que le ha mimado desde sus inicios.
De hecho, los filmes de Serra han sido generalmente mejor acogidos en Francia –que le otorgó en 2016 el prestigioso Premio Jean Vigo– que en nuestro ecosistema cinematográfico, en donde el espectador medio apenas conoce su nombre y las ayudas públicas le son esquivas. Quizá de ahí que sus últimas creaciones sean coproducciones rodadas en francés.
Licenciado en Teoría de la Literatura Comparada y Filología Hispánica, Serra se acercó al séptimo arte con la idea de subvertir una disciplina que le parecía “un mero entretenimiento”. “La historia del cine no me ha marcado como creador”, ha llegado a asegurar.
La obra de Serra siempre se encuentra a medio camino entre la sala de cine y el museo, cercana a las vanguardias del siglo XX, a lo lúdico, a lo absurdo, a lo poético… Por eso, lo mismo estrena un filme que protagoniza una exposición audiovisual en el Reina Sofía o en la Documenta de Kassel.
De hecho, su trabajo se contrapone a las rutinas tradicionales del cine, que nacieron vinculadas a las limitaciones del celuloide. Serra emerge en 2006 cabalgando la nueva ola de la tecnología digital, que ensancha las fronteras. El abaratamiento de costes le permite crear desde fuera de la industria, rodando muchas horas y encontrando la narrativa final en la sala de montaje.
Desde su primer filme, Honor de cavalleria (2006), en la que deconstruye el mito de El Quijote hasta reducirlo a dos almas solitarias que caminan, descansan y mantienen conversaciones mundanas, hasta Pacifiction, el método de Serra ha permanecido invariable.
Por su parte, el centro de gravedad de su narrativa podría definirse como la agonía del tiempo suspendido, que acaba por conducir al espectador al éxtasis a través de sus potentes imágenes digitales.
Una ironía desmitificadoraEn El cant dels ocells (2008), su segundo filme, sin abandonar una ironía desmitificadora, abordaba con la misma ausencia de acción, profundidad psicológica y trucos formales, la historia de los Reyes Magos.
En Historia de mi muerte (2013), ganadora del Leopardo de Oro en Locarno, sí iba más allá y en el imposible encuentro de dos mitos de la cultura como Casanova y Drácula, Serra potenciaba la escritura y la teatralidad de sus no actores para ilustrar el apagón del Siglo de las Luces.
En La muerte de Luis XIV (2016), con Jean-Pierre Léaud en la piel del monarca, Serra sustituyó los vagabundeos por espacios abiertos por una cama y un enfermo para mostrar en tiempo presente los últimos días del Rey Sol.
Posteriormente, Liberté (2019) cerraba el viaje por la historia y los mitos en una noche de cruising en un bosque de la Francia del siglo XVIII para proponer un acercamiento al deseo y el vicio.
En definitiva, un corpus fílmico sin parangón en nuestro cine.