Hoy Venecia se divide entre quienes han visto y detestan la película de Alejandro G. Iñárritu, y a quienes aún no hemos preguntado. Los primeros tuits críticos con el filme llovieron recién empezada la primera proyección de la película. David Kehr, del The New York Times, la calificaba de "172 minutos de ego desenfrenado que no le desearía ni a mi peor enemigo", y sonreía: "A ver si Netflix sobrevive a esta". A mí me cuesta reconocer por qué nos enfadamos ante otro festín del ego de parte del mexicano, un director con tantas ínfulas como presupuesto.
Iñárritu se pasa de intenso una vez más
Bardo, Falsa crónica de unas cuantas verdades se define, desde su título mismo, como el relato vital retorcido de Silverio, un periodista mexicano (Daniel Giménez Cacho, el Zama de Lucrecia Martel), que vuelve a su país natal antes de recibir un importante premio que pondrá en duda su integridad política. Cuando Silverio entra en crisis, su biografía se mimetiza en las formas líquidas del monólogo interior para explicarse y se vuelve torrente de sueños, miedos y deseos. Son imágenes profundamente influenciadas por el surrealismo y con una voluntad harto inmersiva, a base de grandes movimientos de cámara y truquitos de CGI.
Iñárritu se expande sin final ni tesón, y acaba declarándose juez de conflictos de carácter histórico y social que apenas tienen que ver con la realidad de su personaje: las personas desaparecidas en México o las masacres de la colonización española. Irrita, porque tiene opiniones de todo, pero no sale del yo. Decepciona, porque a pesar de su egolatría, recurrirá a imágenes de otros para explicarse: veremos los sets pesadillescos de Ingmar Bergman en Fresas salvajes (1957), las oscuras fanfarrias de Ari Folman en Vals con Bashir (2008) y montajes circenses que vienen directos del 8 ½ de Federico Fellini (1963). Sin embargo, ni el espejismo de las mayores bondades de sus referentes resulta suficiente para que valga la pena aguantar un canturreo ombliguista tal.
Timothée Chalamet y Luca Guadagnino vienen con hambre
Y de la fascinante historia de amor malogrado a la película que ha revolucionado la alfombra roja, y con derecho propio: Bones And All servía de excusa para que Timothée Chalamet, el niño triste más popular de los últimos tiempos, paseara con vestidazo rojo por delante de una marea de seguidoras entusiasmadas... También su película es una de las presencias más esperadas del festival. Chalamet vuelve en dupla con Luca Guadagnino, quien colonizó el cine de género con su fantástico remake de Suspiria (2018) y ya había encandilado a la cartelera con la romántica Call Me By Your Name (2016).
A medio camino entre la una y la otra, en Bones And All (“con huesos y todo”) Guadagnino se acerca al género del romance monstruoso adolescente con una historia de amor entre dos jóvenes caníbales: Maren (Taylor Russell, coprotagonista de la brillante Un momento en el tiempo. Waves) y Lee (nuestro “Timmy”) se conocen en pleno viaje de autoconocimiento y redención. Como en Crepúsculo de Catherine Hardwicke, en el mundo de Guadagnino el canibalismo se escribe a medio camino entre el súper poder y el plomo moral.
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Como toda identidad de doble filo (igual que la divergencia de género o la homosexualidad), la pareja deberá aprender “hacerse amiga de sí misma” para poder avanzar en su relación. Esperen una buena dosis de romanticismo, aunque sin escenas subidas de todo (seguimos en el territorio teen, siempre precoital). También su buena dosis de sangre y tripas, que Guadagnino enseña con menos pudor de lo que esperaríamos en una película de estudio.
El milagro de Frederick Wiseman aviva a la crítica
El legendario Frederick Wiseman quería dar un cambio radical a su filmografía (de más de seis décadas de documentales largos alrededor de las instituciones estadounidenses), cuando decidió rodar su primera película de ficción, hacerla en francés, y recortarla hasta que durara una hora y tres minutos. La propuesta, cómo no, intrigó a la crítica desde su anuncio: ¿qué saldría de la mente pensante de este maestro? Aún no lo tenemos del todo claro, aunque quien les escribe tiene la absoluta certeza de que le ha cambiado la vida (cinéfila).
A falta de pensarla con claridad, seremos breves: Un couple (“una pareja”) encuentra a Nathalie Boutefeu vestida de época, recitando las cartas que Sophia Tolstoy y su marido Leo se intercambiaron durante años, a pesar de vivir en la misma casa. Rodeada por un hermoso jardín, Sophia lee palabras que son pura desesperación y que cuentan los altibajos de una relación tóxica, marcada por el recelo y el odio, así como por ocasionales períodos de felicidad.
La puesta en escena es afeada, subvierte cualquier expectativa que el lenguaje cinematográfico académico haya podido implantar en nuestras cabezas cinéfilas a base de repetición. Wiseman la encuadra a veces mirando a cámara, a veces no, la encuentra caminando como si estuviera en un escenario teatral y luego mirándonos quieta, muy quieta, como nos desafían los retratos de Steve McCurry. La película parece aleatoria, “mal hecha” y, sin embargo, se siente fresca y valiosa en un mundo de imágenes y fórmulas gastadas. Wiseman parece haber rodado una obra maestra inexplicable y totalmente accidental. Hay que pensarla.