En Ciencia de Godard, un texto breve pero capital para entender el proceder creativo, pero también teórico, de Jean-Luc Godard, el crítico, historiador y cineasta Jean Duchet, señalaba que una de las grandes contribuciones del director suizo fue la de constatar que el cine era, en esencia, un arte discontinuo. Esta aportación, de orden ontológico, se expresaba, claramente y desde los inicios, a través de su obra.
“Godard es alguien que solo puede crear destruyendo” afirma Duchet. Si uno se detiene a examinar, como un jubilado ocioso y atento frente a una obra municipal, los frágiles cimientos sobre los que se levanta Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1959) observará que aquello que terminó siendo elevado como un monumento a la modernidad cinematográfica, está construido a partir de materiales de derribo. No hay nada nuevo en el primer largometraje del autor El desprecio (1963) y, sin embargo…
Partiendo de un argumento desechado por François Truffaut, Godard elabora una historia mínima y elusiva: tras robar un coche en Marsella para ir a París, Michel Poiccard (Jean-Paul Belmondo) mata fortuitamente a un motorista de la policía, pero prosigue con su viaje para encontrarse con Patricia (Jean Seberg), una joven americana aspirante a escritora con la que pasará varios días ignorando que la policía le busca.
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Si la escueta trama se mira en los clásicos de la serie B americana —el filme está dedicado a la Monogram Pictures y el propio Godard, en una entrevista concedida en 1962 a Cahiers du Cinéma, afirmaba que su película se situaba “en el territorio de Alicia en el país de las maravillas, pero yo creía que estaba haciendo Scarface”—, su aparataje formal tampoco puede considerarse revolucionario, puesto que apenas tres años antes Jean Pierre-Melville ya había experimentado con el montaje sincopado en el arranque de Bob, le flambeur (1956).
El trabajo en exteriores, propiciado por determinados cambios de orden tecnológico (cámaras más ligeras, película virgen con mayor sensibilidad, registro de sonido directo gracias a los nuevos magnetófonos Nagra III), no podía ser considerado una pequeña revolución, puesto que, anteriormente, un operador como Henri Decae ya había roto con los estándares impuestos por la vieja industria francesa en películas como El bello Sergio (Claude Chabrol, 1958) o Los 400 golpes (François Truffaut, 1959).
No obstante, en esa primera operación de reciclaje, de creación destructiva, Godard ofrece una combinatoria que da carta de naturaleza a una corriente expresiva que impugna la continuidad acuñada por el lenguaje clásico (de manera mucho más rotunda que los filmes de Chabrol y Truffaut recién citados). Para Duchet, “la gran importancia de Godard reside en que es el primer cineasta en ser consciente de su época: del siglo XX”, de que el cine forma parte “de la misma época que la teoría de la relatividad y que la física cuántica”.
Así pues, ya en Al final de la escapada empieza a extenderse el certificado de defunción de una gramática y una sintaxis que remiten a conceptos heredados de la novela del siglo XIX. Pero ¿cómo?
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Pues, como explica el crítico e historiador, Carlos F. Heredero, eliminando “las transiciones y las relaciones lógicas entre una acción, la que le precede y la que le sigue, cuando borra los intervalos del diálogo en el coche entre Patricia y Michael, cuando violenta el tiempo real dentro de una misma escena, lo que hace en realidad es sustraer la mirada del espectador sobre el conjunto narrativo para dirigirla sobre cada imagen aislada y preservada (…) generando, finalmente, un relato lleno de saltos, huecos, interferencias, parones y aceleraciones, en el que las elipsis organizadas por ese montaje sincopado escamotean los preparativos del acontecimiento y sus consecuencias”.
Partiendo de una esquematización de los argumentos propios del cine de serie B, con unos personajes sin apenas encarnadura psicológica (el Poiccard de Belmondo imita los ademanes de Humphrey Bogart pero no es más que una carcasa) y con un montaje a contracorriente —si el cine es el arte de la discontinuidad, el montaje es su cincel—, Godard resignificaba la potencialidad de unos recursos ya existentes para poner patas arriba la concepción misma del cine. Y además edificar, en esa primera y seminal etapa de su carrera, las bases de un movimiento que arremetía contra los hábitos de lectura de unos espectadores ahora depositarios de una agresiva proposición: la de asumir y desvelar la carga de representación inherente al acto cinematográfico.
Hay, sin embargo, una consideración a tener en cuenta que va más allá del poder reflexivo contenido en ese huracán fílmico y conceptual que es Al final de la escapada. Y esa consideración pasa por vindicar, una vez más, el incuestionable talento de Jean-Luc Godard para fabricar imágenes icónicas, la mayor parte de ellas vinculadas a esa primera parte de su vastísima, excitante y fecunda carrera.
Porque como bien señalaba el critico Miguel Marías, “A bout de souffle son sus personajes, su ritmo entrecortado y oscilante entre largas pausas y bruscos acelerados, su intensidad, la poesía de imágenes inéditas pero extraídas de la realidad, su constante inventiva gestual, la fuerza mitológica y coloquial de sus diálogos, la constate sorpresa (…) de su desarrollo narrativo, informal pero perfectamente inteligible; en una palabra, es su impacto dramático y específicamente cinematográfico, la emoción que comunica, lo que hace de ella una obra maestra inolvidable”.
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Por todo ello, nadie que se haya asomado a las imágenes de Al final de la escapada olvidará a Jean Seberg repartiendo el New York Herald Tribune, ni a Belmondo recorriendo sus carnosos labios con la yema del pulgar. Tal vez eso sea la eternidad.