En la mítica Juego de lágrimas (Neil Jordan, 1992) veíamos la insólita historia de amor entre un miembro del IRA y la novia del tipo al que secuestró y acabó muerto. En su escena más famosa, el protagonista (Stephen Rea) y el público descubrimos que ella en realidad es él. Por aquel entonces, apenas se hablaba de transexualidad y la película de Jordan hizo correr ríos de tinta con su audaz aproximación al conflicto de Irlanda del Norte.
Treinta años después, la causa de las personas transexuales copa el debate público y el cine se hace eco con mayor énfasis que nunca en su situación. La semana pasada, sin ir más lejos, se estrenaba una notable película como Mi vacío y yo, de Adrián Silvestre, en la que se pone el acento de manera muy marcada en las dificultades de la protagonista para ser aceptada y tener una vida normal.
Desierto particular, magnífica película dirigida por Aly Muritiba (Bahia, 1979), está mucho más cerca de la película de Jordan que de la de Silvestre. La transexualidad no es tanto el “tema” como el contexto y la ficción permite al director llegar hasta zonas de enorme complejidad sobre el alma humana.
La soledad del policía
El protagonista de Desierto particular es Daniel (Antonio Saboia), un policía en horas bajas recién suspendido como instructor en la academia de vigilantes del orden. En un arrebato, o debido a una personalidad maligna, el tipo perdió los papeles y acabó metiéndole una paliza a uno de sus alumnos.
Daniel es un hombre en sus cuarenta, bien parecido, pero con una vida solitaria marcada por el cuidado del padre enfermo, expolicía. El viejo apenas se puede tener en pie pero adivinamos que fue un hombre dominante cuyo mal carácter ha marcado de manera profunda al hijo.
Fuera de juego por un error que le puede costar su carrera, el policía solo encuentra consuelo en Sara, una joven que ha conocido en Internet con la que mantiene largas conversaciones por WhatsApp. Cuando Sara deja de contestar sus mensajes, el tipo recorre todo el país para buscarla en su pueblo, un lugar remoto marcado por la pobreza y una religiosidad de un puritanismo extremo.
La otra cara de la moneda es Robson (Pedro Fasanaro), un chaval con un trabajo de mala muerte que cuando quiere se convierte en Sara. En busca de su amor perdido, el policía por supuesto no sabe que su amor es un hombre, aunque en esta película las identidades de género quedan difuminadas.
Un país en llamas
Del mismo modo que la transexualidad no es el asunto de la película, tampoco lo es el presidente brasileño, Bolsonaro, aunque su sombra recorre toda la película. La audacia del filme es colocarnos en el punto de vista no de alguna de las innumerables víctimas de la violencia policial en Brasil sino de precisamente, un policía violento, ese Daniel desnortado que no sabe si sentirse culpable por el daño causado o liberado porque su error también puede librarle de lo que adivinamos como una imposición familiar ante la que fue demasiado débil para resistirse.
Aquí, el problema no es que Daniel sea una persona violenta, es que se ha desarrollado como ser humano en un entorno de violencia extrema que ha acabado oscureciendo su alma. El personaje, por turbio que sea, no acaba llamando a nuestra indignación sino a nuestra compasión porque él mismo sufre una violencia estructural de mucha mayor escala que ha acabado convirtiendo a la víctima en verdugo y destruyéndolo moralmente.
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Frente a Daniel, el personaje de Robson/Sara actúa como su espejo. Uno sufre sin saber por qué, el otro conoce muy bien el motivo y esa es su fortaleza. La opresión del joven es evidente, cristalina, y la del policía resulta mucho más sutil pero igualmente aterradora.
Acierta el director al no plantear su película en términos políticos o de lanzar discursos sobre el género, sino al reflejar con sensibilidad la forma en que dos almas heridas logran sino sanarse, al menos darse aliento, para comenzar una nueva oportunidad.