Los embarazos adolescentes son una plaga silenciosa que sucede fuera del radar de los medios de comunicación. Encierran una contradicción insalvable en la que esta excelente La maternal, de Pilar Palomero, hurga con talento y destellos de verdad. O sea, que la maternidad es una bendición, un regalo de la vida, pero esa misma bendición puede convertirse en un castigo cuando sucede a una edad en la que nadie está preparado para semejante envite.
Con Las niñas, ganadora de la Biznaga de Oro en Málaga y del Goya a la mejor película, Palomero demostraba olfato para crear secuencias que transpiran veracidad, para captar atmósferas y lograr verdadera densidad humana en las secuencias. Lo que en aquel notable filme quedaba apuntado aquí estalla en una película que, a tenor de los aplausos que han cerrado la proyección, es desde ya la principal candidata a la Concha de Oro.
En La maternal, la directora zaragozana mezcla realidad y ficción logrando el pequeño milagro de que no sepamos discernir dónde empieza una cosa y donde termina la otra. La protagonista es Carla (Carla Quílez), una niña de catorce años contestataria que vive en Los Monegros junto a una madre (Ángela Cervantes) que también la tuvo demasiado joven y está desesperada con su rebeldía. Carla se queda embarazada de su mejor amigo, un tal Efraín. Juegan a meterse en casas ajenas y destruirlas. El sexo quizá también parece un juego, pero no lo es.
Entonces se marcha al extrarradio de Barcelona para vivir en una casa de acogida con otras madres adolescentes como ella. En ese refugio precario donde su conducta se evalúa con puntos verdes, amarillos y rojos, la sociedad es como el elefante en la mesa de los sajones: no está pero sí está, juzgándolas, revictimizándolas. Desde luego, no es fácil esconder un embarazo y menos a los 12 años. Cuando no maltratan los padres, lo hacen los novios. Solo hablar y compartir sus historias quizá puede salvarlas.
Una bicicleta, cuesta abajo en la primera secuencia y cuesta arriba en la última, sirve como metáfora de la capacidad de la protagonista para superar el drama. La directora nos presenta, de manera trágica a veces, otras casi cómica, la forma en que los adolescentes no dejan de serlo aunque la vida les obligue a ello. Vemos cómo en las ganas de ser una chica normal interfieren los llantos de un bebé para recordar que nada es normal. Con frecuencia, las otras chicas, todas ellas verdaderas madres adolescentes, cuentan sus historias a cámara, algunas de ellas dejan el corazón helado. Una vez más, esa mezcla de candor y terror, esa profundo desfase temporal en el que las risas, los bailes y las fotos de Instagram se solapan con responsabilidades mucho más adultas.
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En Sección Oficial, una película japonesa, Hiakka (One Hundred Flowers), dirigida por Genki Kawamura, cuenta la relación entre un joven que acaba de ser padre y una madre que padece demencia. Comienza la película con una línea de piano a lo Débussy, lo cual ya nos sitúa en contexto. La influencia de Ozu es insoslayable en mucho cine japonés, pero aquí resulta especialmente notoria.
Esta Hiakka no destaca por su originalidad pero sí por su sensibilidad. La madre se siente culpable por no haber atendido al hijo debido a una relación tóxica que mantuvo cuando era pequeño. El hijo perdona, pero ella no se perdona a sí misma. Contada en dos tiempos, Hiakka traza con delicadezqa esta historia de perdón y redención.
En Horizontes Latinos, una película notable: la mexicana Rabia, dirigida por Natalia Beristáin. Trata sobre una mujer madura (Julieta Egurrola), cuya vida se hace pedazos cuando su hija adolescente desaparece después de salir una noche. Comienza entonces una angustiosa búsqueda ante la inacción de unas autoridades desbordadas por el apabullante número de casos de mujeres en paradero desconocido.
La película nos propone un viaje a las catacumbas del horror, a una realidad espantosa como la mexicana en la que según el conteo oficial ya hay más de 90.000 personas en esa situación, probablemente son el triple. Utilizando efectos auditivos, Beristaráin logra que empaticemos con el drama de esa mujer partida en dos. A las víctimas hay que sumarles sus allegados. Por cada mujer (u hombre) que desaparece, hay como mínimo otros dos cadáveres. Muerta en vida, la odisea de esta mujer conmociona.