Como deja claro en este texto escrito para El Cultural, Jaime Rosales (Barcelona, 1970) pretende con Girasoles silvestres convocar a las salas más espectadores que los que lograron sus anteriores películas. Este objetivo no es nuevo, el director ya pretendía lo mismo con su anterior trabajo, Petra (2018).
Así nos lo hizo saber a días antes de presentar el largometraje en la Quincena de Realizadores de Cannes: “Siempre he tenido un público que respondía a mi estilo, pero mi asignatura pendiente era convencer a un mayor número de personas. Un filme es un engranaje muy complejo como para hacerlo para uno mismo”.
No es habitual que un director con el prestigio autoral de Rosales encare este camino, y quizá eso hace que su trayectoria sea aún más interesante. El punto de ruptura en su filmografía se encontraría un poco antes de Petra, en Hermosa juventud (2014), un retrato de la dura madurez de dos jóvenes veinteañeros de barrio que, salvo por dos largos segmentos narrados a través de las pantallas de sus móviles, renunciaba a cualquier tipo de experimentación y presentaba una narrativa convencional.
Hasta entonces Rosales había elaborado el más bressoniano de todos los filmes dedicados a la figura del asesino en serie en Las horas del día (2003), había partido la pantalla en dos planos en La soledad (2007) –con la que, no nos olvidemos, ganó los Goya a la mejor película y mejor director–, había rodado estrictamente con teleobjetivo en Tiro en la nuca (2008) y había dejado que el azar dominara la puesta en escena de Sueño y silencio (2012), la película en la que volcaba toda una manera de pensar el cine.
Es decir, la carrera del cineasta se sostenía en el artificio o la argucia formal, siempre cultivando la distancia entre el espectador y la historia, una apuesta que le convirtió en un fijo en el Festival de Cannes, pero que se le atragantaba a buena parte del público.
Con Hermosa juventud, Petra y esta Girasoles silvestres, Rosales ha introducido importantes cambios en su estilo para hacerlo más accesible, que se perciben tanto en la escritura como en la promoción, pasando por el casting o la manera de trabajar el montaje y la música. Sin embargo, no renuncia a su objetivo primordial, que siempre fue atrapar lo real, ni evita ciertos recursos marca de la casa como las contundentes elipsis o la exploración de la relación entre los personajes y el espacio.
Arraigo en el presente
Si Petra de algún modo era una película burguesa y atemporal, una tragedia de inspiración clásica con temáticas como la lucha entre el bien y el mal o la búsqueda de la identidad, Girasoles silvestres, como ocurría con Hermosa juventud, está arraigada profundamente en nuestro presente y mira directamente al barrio y a los jóvenes acorralados por un panorama de falta de oportunidades y vida precaria.
En el centro del relato encontramos a Julia (Anna Castillo), una joven madre soltera de 22 años de Barcelona a quien descubrimos en la playa con sus dos hijos, mientras suena el energético Abre la puerta de Triana. Hay algo magnético y luminoso en esta escena inicial que de alguna manera no abandona al filme en todo el metraje, a pesar de las vicisitudes que vivirá el personaje principal, aunque es difícil de aprehender, de poner en palabras.
[Ética, estética y libertad en 'Girasoles silvestres'. Por Jaime Rosales]
Julia vive con su padre charnego (un entrañable Manolo Solo en un registro poco habitual al que le saca partido) en el extrarradio de la ciudad y afronta un futuro incierto, encadenando trabajos basura y sin atreverse a encarar su vocación de enfermera.
Tras esta corta introducción, la película cuenta la peripecia de Julia en tres actos, titulados con el nombre del hombre con el que se relaciona emocionalmente. El primero es Óscar (un Oriol Pla que se marca la actuación más desenfrenada de su carrera y quizá una de las mejores del año), un macarra de barrio sin oficio ni beneficio, inestable, peterpanesco y, a la postre, violento; el segundo es Marcos (Quim Ávila), el padre de los niños, un militar destinado en Melilla al que le gusta tanto la música clásica como evitar cualquier tipo de responsabilidad; y el tercero es Álex (Lluís Marqués), un formal (y aburrido) hombre de oficina que tras la fachada de buena persona esconde la misma incapacidad para afrontar la paternidad que la de sus predecesores.
En este “aprendizaje” sentimental que encara Julia se proyecta, por tanto, un crudo e inquietante compendio de los distintos tipos de masculinidad, que realmente parecen todas la misma, todas igual de tóxicas. Aunque tampoco podría decirse que sea un relato exactamente feminista: Julia no solo es víctima de sus parejas, sino también de su propia incapacidad para tomar decisiones acertadas.
En cualquier caso, no es este oportunista trasfondo lo interesante del filme, sino la capacidad del director para extraer emoción y verdad de este trozo de vida que nos presenta en pantalla y que culmina, felizmente, con una serena y luminosa escena. Mención aparte, el fantástico trabajo de Anna Castillo, quizá el mejor de su carrera, al que nunca se le ven las costuras.