Doble ganador de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián por Los pasos dobles (2011) y Entre dos aguas (2018), Isaki Lacuesta (Gerona, 1975) perfila en Un año, una noche una aproximación a los atentados terroristas de la sala Bataclan de París de 2015 a partir de las experiencias directas de Ramón González en el libro Paz, amor y death metal (Tusquets).
El argentino Nahuel Pérez Biscayart (120 pulsaciones por minuto) y la francesa Noémie Merlant (Retrato de una mujer en llamas) son los encargados de dar vida a los alter ego de González y su pareja en un filme que explora el impacto del horror sobre el cuerpo y la psique humanos.
Para evocar esta dramática realidad emocional, Lacuesta cita aquel verso de Nacho Vegas que afirma que “para ser feliz es preciso no saberlo”, y recuerda una experiencia reciente en la que su hija eludió por minutos un accidente en un espectáculo pirotécnico: “Es extraño, porque hemos intentado hacer una película sobre la idea de vivir como uno desea, pensando que cada minuto puede ser el último; sin embargo, el miedo te asalta donde menos te lo esperas”, apunta el cineasta.
Pregunta. ¿Cómo fue la experiencia de recrear el atentado en la sala Bataclan?
Respuesta. Todo el rodaje fue una montaña rusa catártica. La presencia de Ramón González y su pareja, Mariana, fue un elemento importante. Recuerdo que el día en que filmamos la escena del camerino donde se escondieron durante el atentado, ellos estaban allí y nos dieron una charla a los técnicos y al grupo de actores y figurantes explicando de primera mano todo lo que ocurrió. Luego, cuando rodamos la evacuación del Bataclan, invitamos a participar a bomberos y enfermeros que estuvieron allí aquel día. La experiencia tuvo algo de psicomágico. Me hizo pensar en Maixabel Lasa, que cada año hace el almuerzo de homenaje a Juan María Jáuregui en el lugar donde lo mataron.
P. La película se construye a partir del regreso periódico al momento del atentado y juega con el cruce de perspectivas.
R. Después de leer el libro de Ramón, quedamos con él y Mariana en París, y durante la charla ella empezó a contarnos cosas que no aparecían en el libro. El proceso de verbalización de sus recuerdos continuaba. Ramón le dijo: “Pero si esto no me lo habías contado. ¡Vas a hacer que la película sea mejor que el libro!” (risas). Lo que más me impresionó y perturbó fue que ellos tuvieran un recuerdo tan diferente del atentado. Cuando en la fase de etalonaje les consultamos sobre cómo debíamos graduar la luz en la escena del camerino, Ramón habló de una oscuridad casi total, solo resquebrajada por la luz de los teléfonos móviles, mientras que Mariana recordaba un espacio muy iluminado. Esto nos animó a darle peso en la película al personaje de Céline, el alter ego de Mariana, que empieza bloqueando sus emociones pero que termina imponiendo su visión. Es a través de ella que, en la película, estudiamos la lógica de la imagen-tabú reprimida.
Fuera de campo
P. La novela Paz, amor y death metal comienza con una crónica muy gráfica del atentado, pero Un año, una noche muestra un cierto pudor hacia la representación del horror.
R. Esta fue una de las decisiones importantes de la película. Para ser justos, con la experiencia de Ramón y las otras personas involucradas en el atentado, no podíamos dejarlo todo en fuera de campo. Tampoco queríamos caer en un uso perezoso del fuera de campo, que me parece característico de un cine de autor que busca el elogio fácil. Eso sí, nos marcamos unas líneas rojas porque no nos sentíamos con la legitimidad para enseñarlo todo. Al final, optamos por no mostrar a los terroristas y centrarnos en las miradas de los protagonistas. En ese sentido, contar con una actriz tan prodigiosa como Noémie Merlant, que es capaz de modular al milímetro cada reacción emocional, fue un lujo.
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P. En cuanto al imaginario del filme, resulta fascinante y espeluznante la belleza de algunas estampas, como por ejemplo el mar de mantas térmicas doradas que protegen a los supervivientes a la salida del Bataclan.
R. Recuerdo que cuando vi imágenes de las personas saliendo de la sala pensé que eran como ángeles caídos. Coincidió que, por aquel entonces, fui a ver una exposición de Fra Angelico en El Prado, y las aureolas doradas de los santos me recordaban al brillo de las mantas térmicas del Bataclan. Las pinturas de Fra Angelico también me inspiraron la idea de hacer una película muy trágica, pero con una paleta de colores planos: rojos, azules y ocres muy básicos. La idea era llevar un imaginario sacro al ámbito de lo cotidiano.
P. En una de las primeras imágenes de la película, se aprecia que Ramón, tendido en su cama, sufre un espasmo corporal. El trauma se presenta a través de un gesto físico...
R. Ya con mis primeras películas vi claro que, si existía alguna posibilidad de acceder en la imagen al mundo de las emociones y las ideas, debía ser a través de lo físico. En este sentido, para Un año, una noche fue clave que Noémie nos propusiera trabajar con una coreógrafa para diseñar la vertiente corporal de los personajes. Ella lo había hecho con Jacques Audiard en París, Distrito 13. Con la coreógrafa, fuimos perfilando cómo debían caminar los personajes, cómo debían dormir a diferentes distancias el uno del otro. Fue en ese proceso que surgió la idea del espasmo que sufre Ramón en la cama. Llegué a pensar que, si la Covid nos obligaba a parar el rodaje, podíamos filmar toda la película en la cama, viendo las interacciones físicas entre Ramón y Céline.