Lukas Dhont rueda películas donde el peso de lo visual es superior al de las palabras. Así se pudo constatar en su ópera prima, Girl, en la que la cámara registraba la sufrida pugna de la protagonista con su cuerpo en transición, los estragos de la disciplina del ballet y la autolesión. El objetivo se colgaba del rostro, las extremidades y el talle de una bailarina que no quería ver su imagen reflejada en el espejo.
En Close, la lente capta los ojos de un chaval primero arrobado en su amistad sin ambages, turbado luego por los recelos de sus compañeros en el instituto y afligido y desnortado en último extremo por las consecuencias de su búsqueda de la aceptación grupal en detrimento de sus afectos íntimos.
La primera imagen que le vino a Dhont a la cabeza cuando empezó a escribir su reválida cinematográfica fue un campo de flores. Era la estampa del verano y de su propia infancia. El espectador conoce a los personajes de este sensible, devastador y profundo drama a la carrera, perseguidos por soldados imaginarios, pero cuando cambia la estación y los prados viran al marrón, su vínculo se embarra por el prejuicio ajeno. Las máquinas entran ruidosas en el bucólico paisaje para seccionar tallos como la masculinidad tóxica castra en varones adolescentes cualquier emoción.
El realizador expone con toda su virulencia e insondables consecuencias las heridas que inflige una cultura donde la vulnerabilidad y evidenciar los afectos se asocia a las mujeres y los homosexuales. O, vayamos al grano, como si querer a alguien del mismo sexo fuera una afrenta. Girl y Close, ambas coescritas junto a Angelo Tijssens, se revelan así como las dos caras intercambiables de una moneda. Donde Girl exploraba el anhelo de feminidad, Close cristaliza en elocuentes miradas y tensos silencios el desgarro interior que provoca “hacerse hombre” en criaturas que todavía están forjando su identidad.