Durante la promoción de Django desencadenado (2012), quizá la película más brutalmente antirracista que ha hecho jamás Hollywood, Quentin Tarantino no se cortó un pelo a la hora de valorar la obra de un gran maestro de Hollywood como John Ford: "Por quedarme corto, le odio. Los nativos americanos en sus películas son tipos sin rostro a los que matan como zombis".
El debate sobre si debemos aplicar valores actuales a obras del pasado está más en boga que nunca. Aquí no es pertinente, pero sí es cierto, diga lo que diga Tarantino, que el propio Ford, a medida que pasaba los años, trató cada vez mejor a los indios.
Si en sus películas del principio (véase La diligencia, 1939) el conflicto entre civilización y barbarie está muy claro, poco a poco se fue dando cuenta de que la línea que separaba a unos de otros no solo no era evidente, sino que muy probablemente los colonizados superaban a los invasores en valores. Su último wéstern, El gran combate (1960), rezuma admiración por la valentía y el coraje de los cheyenes.
Son otros tiempos los actuales. Tiempos en los que el día de Colón (12 de octubre) en Estados Unidos ahora se llama "día de los indígenas" y en los que se derriban estatuas de esos viejos europeos que tomaron América por la fuerza.
El canadiense James Cameron (Ontario, 1954) ya planteó en la megataquillera Avatar (2009) un wéstern al revés de lo que estamos acostumbrados, en el que los malos son representados por el ejército de Estados Unidos y los buenos son los alienígenas de Pandora, a los que pretenden conquistar para hacerse con un valioso mineral. No hace falta irse a los tiempos de la conquista de Estados Unidos, en África ahora mismo y en otros países pobres saben mucho de eso.
La cabellera de los na’vi
La secuela de Avatar llega 13 años más tarde con un presupuesto de vértigo, 250 millones de dólares, y una hora más de metraje. En la primera parte vimos cómo el sargento Jake Sullivan (Sam Worthington) es enviado al planeta Pandora para hacerse pasar por uno de los locales, unos seres llamados na’vi que tienen un aspecto humanoide mezclado con felino, son azules, tienen cola y orejas de gato.
[Muere Angelo Badalamenti, autor de la música de 'Twin Peaks']
No hacía falta tener un doctorado en Ciencia Política para captar el "mensaje" de la película: los marines llaman "salvajes" a los indígenas como en las películas de John Ford, pero los verdaderos bárbaros son los humanos, dispuestos a arrasar con la naturaleza por un puñado de dólares. No sabemos qué opina Greta Thunberg del filme, pero el mensaje seguro que le habrá gustado.
Director de películas que han marcado época, Cameron siempre ha querido darle un tono moralista, dicho sea sin connotación negativa, al género del blockbuster. Terminator (1984) trataba sobre los peligros de la tecnología y el progreso y Titanic (1997) era un ataque a la sociedad de clases que los estadounidenses heredaron de los colonos británicos.
Avatar: el sentido del agua es más de lo mismo. De hecho, a ratos uno tiene la sensación de estar viendo un remake de la misma película más que una secuela. Ambientada algunos años después, el marine Sully se ha convertido en un na’vi en toda regla y vive feliz junto a su esposa Neytiri (Zoe Saldaña) y sus cuatro hijos. Todo se tuerce cuando reaparecen los soldados americanos con intención de ganar la guerra que perdieron en la primera parte. Para superar un círculo magnético que protege el planeta de los humanos, se convierten en "avatares" na’vi. Al frente, el villano Coronel Miles (Stephen Lang), un tipo que quiere la "cabellera" de sus enemigos.
La sombra de Titanic
Huyendo de sus antiguos compañeros en el ejército, Sully y su familia, gentes del bosque, se mudan a las costas del planeta, donde viven unos tipos llamados "Metkayina", parecidos a ellos pero que han evolucionado de manera distinta para poder bucear durante horas debajo del agua. Allí serán recibidos con una mezcla entre cordialidad y hostilidad por los locales, encabezados por una reina a la que interpreta una Kate Winslet irreconocible. Los propios na’vi, nos viene a decir el filme, no son ajenos al humano defecto de discriminar al "otro" por el hecho de ser distinto.
Lo que le gusta el agua a James Cameron es una cosa del otro mundo. En Abyss (1989) ya exploró los fondos marinos, lugar de misterio y magia en su imaginario, y todos recodamos la cantidad ingente de agua que tragan los sufridos pasajeros del Titanic. Los océanos de Avatar: el sentido del agua son más luminosos que los de Abyss, pero no menos peligrosos que los de la película del trasatlántico. Haciendo gala de la filosofía "new age" que siempre le ha sido propia, muy extendida en California, aquí el agua es la metáfora de todo, literal.
Avatar dura demasiado, está claro, y aún quedan tres películas más, que se irán estrenando a partir de ahora a un ritmo de cada dos años. Nadie saldrá decepcionado después de ver una secuela en la que hay más acción que en el filme original. Una película que, en clave high-tech, hace un homenaje al viejo cine de aventuras americano, de Las minas del rey Salomón (1952) a Murieron con las botas puestas (1941), con la diferencia de que aquí la historia está contada desde el otro punto de vista.
El final vuelve a ser un remake de Titanic porque Cameron es uno de esos artistas, quizá lo son todos los verdaderos artistas, que rehacen una y otra vez su propia obra. Hay belleza, hay emoción y hay diversión en esta Avatar: el sentido del agua que también tiene el corazón en el lugar correcto.