Hace ya más de veinte años, la directora polaca Agnieszka Holland obtuvo un enorme éxito con Europa, Europa (1990), una magnífica película en la que relataba el horror nazi desde la perspectiva de un joven judío que se hacía pasar por ario para sobrevivir al Holocausto. Inspirándose en las memorias de Solomon Perel, la película trataba un asunto grave y terrible contrastando el horror del nazismo con la vitalidad del protagonista con un personaje que recordaba al tradicional "pícaro" español.
Hace poco, veíamos otra película en la que también veíamos a un joven judío sobrevivir a los campos de exterminio a base de ingenio, El profesor de persa (Vadim Perelman, 2021). En ese filme, el actor Nahuel Pérez Viscayart interpreta a un chaval que se hace pasar por iraní para evitar su exterminio. De esta manera, se convierte en profesor de ese idioma de un capo nazi que está interesado en aprenderlo. La gracia del asunto es que el protagonista no tiene ni idea de persa y tiene que inventárselo.
Existe en estas películas una voluntad, no censurable de entrada, de abordar el asunto del Holocausto desde una perspectiva, si no más "ligera", sí como mínimo más digerible para el espectador "medio". Está claro que no todo puede ser El hijo de Saúl (Lászlo Némes, 2015), sobrio melodrama asfixiante en el que el director nos introduce en el centro del infierno para brindarnos una experiencia terrorífica. En cualquier caso, queda claro que cualquier tentativa de tratar un asunto tan abominable y destructivo como el genocidio de los hebreos supone un riesgo moral para cualquier cineasta que ellos mismos asumen al abordarlo.
En El falsificador de pasaportes la directora alemana Maggie Peren se acerca a la película de Holland adaptando las memorias de Cioma Schönhaus, un chaval judío que logró escapar del infierno gracias a su facilidad para falsificar documentos oficiales y también disfrazándose de nazi, papel en el que le ayudaba el hecho de ser rubio con los ojos azules. De nuevo, se trata de contraponer el entusiasmo propio de la juventud con la devastación del nazismo.
El racismo cotidiano
Acierta Peren, la directora, al presentar un Berlín espeluznante del final de la guerra en el que el Estado nazi apenas hace acto de presencia porque no hace falta. El mayor acierto de El falsificador de pasaportes es que los malos no son tipos uniformados con esvásticas sino la propia sociedad alemana, enfebrecida por un nacionalismo suicida y el odio irracional a los judíos. En este sentido, la película resulta valiente al señalar la forma en que el nazismo no consistió en la imposición de una abominable dictadura sino que fue el producto de una Alemania rota por dentro moralmente.
Protagonizada con carisma por el joven actor Louis Hofman, vemos cómo su personaje se enamora y tiene ganas de divertirse como cualquier joven al tiempo que utiliza todo tipo de artimañas y disfraces para evitar acabar calcinado en un campo de concentración.
Por momentos, la película corre el riesgo de frivolizar de alguna manera los terribles hechos que cuenta, sobre todo porque la dirección de Peren, correcta pero no magnífica, no logra superar en todo momento la contradicción entre el tono vitalista que quiere darle a su historia con el horror de fondo. En esa valentía a la hora de mostrar la forma en que todo un país es capaz de matarse a sí mismo y envilecerse es donde encuentra fuerza una película que tiene ritmo y se eleva por el carisma del actor protagonista.