El tema que vertebra la corta pero relevante filmografía de Damien Chazelle (Providence, 1985) es el éxito: los sacrificios necesarios para alcanzarlo y cómo puede destruir a cualquiera. Tanto Whiplash (2014), la historia de un batería al que solo el abuso psicológico le llevará a sublimar su arte, como La La Land (2016), en la que los protagonistas deben renunciar al amor para triunfar, indagaban en los inescrutables caminos hacia la gloria.
La época en la que Hollywood pasó del cine mudo al sonoro, a comienzos de los años 30 del siglo pasado, es terreno fértil para seguir cultivando esta materia. Y eso es lo que hace Chazelle en Babylon, afrontando ese momento de locura en el que las películas cambiaron para siempre dejando tras de sí un cementerio de estrellas.
Obviamente, cualquiera que quiera indagar en este momento debe enfrentarse a la alargada sombra de Cantando bajo la lluvia (1952). No tiene problemas el director en subrayar la influencia del clásico de Stanley Donen y Gene Kelly ofreciendo una polémica coda (ese discutible montaje de imágenes) en la que uno de los personajes se emociona viendo el filme en el cine. Sin embargo, Chazelle escapa del remake encubierto sustituyendo la dulzura y el enternecedor humanismo de aquella por toneladas de humor negro y cinismo.
A lo largo de algo más de tres horas, seguimos los pasos de varios personajes que guardan similitudes con protagonistas reales de aquellos tiempos. El trío principal está conformado por un dipsomaníaco galán de Hollywood (Brad Pitt) que verá cómo su fama está condenada a apagarse con el cambio de los tiempos, un joven méxicano (Diego Calva) que pasará de chico de los recados a prometedor productor y una joven y alocada actriz (Margot Robbie), que protagoniza un ascenso fulgurante para acabar cayendo en una espiral de autodestrucción.
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También tiene su espacio una periodista sin escrúpulos (Jean Smart), un músico de jazz (Jovan Adepo), una artista asiática y lesbiana de music hall (Li Jun Li)... La lista de personajes con alguna línea de guion (muchos de ellos descacharrantes cameos) es interminable.
En su mejor interpretación posible, la película es un frenético y sabroso anecdotario. Funciona de maravilla la reconstrucción del Hollywood silente, un espacio de libertad y libertinaje, más salvaje que el salvaje Oeste, en el que la vida de un extra o de un técnico vale tanto como una botella de champán.
Varias secuencias, prodigiosas técnicamente, son puro espectáculo, como la salvaje fiesta en la mansión del productor, al estilo Baz Luhrmann, o ese montaje paralelo de los primeros días de rodaje de los personajes de Robbie y Calva que acaba con una emocionante declaración de amor al cine. También destacan la hilarante y tensa escena de la primera grabación con sonido, la tarantiniana pelea con la serpiente en el desierto o la escatológica visita a la mansión Hearst.
Sin embargo, más allá del crepuscular y encantador galán de Pitt, todos los personajes resultan demasiado esquemáticos y la apuesta melodramática, extremadamente plana. Y, en tiempos de #MeToo, resulta chocante que no haya ni una sola mención a los casting de sofá y que todo el sexo parezca consentido.