Una noche de 1943 los habituales de la calle Sierpes vieron a Manolo Caracol salir airado de una de sus tabernas. Había acudido allí convocado por el empresario Adolfo Arenzana y por una cantaora de apenas veinte años a la que se rumoreaba le unía una relación no solo profesional. La propuesta, sumarse a un espectáculo titulado Zambra, en cuyos carteles, le advirtieron, quedaría relegado a una tipografía menor. La de gran estrella estaba reservada para ella, Lola Flores.
Caracol se sintió insultado. A sus treinta y cuatro años, él era toda una leyenda del flamenco que había compartido tablas de igual a igual con figuras como Pastora Imperio o Concha Piquer. Que una principiante quisiera relegarlo a un puesto secundario le indignó, aunque los cien duros por función que ofrecía Arenzana terminaron por aplacar reparos.
Lola era joven, pero no ingenua. Según ella misma confesaría, había regalado una noche de amor furtivo a Arenzana a cambio de cincuenta mil pesetazas y su presencia allí mostraba voluntad de prolongar la transacción. Con un proyecto, eso sí, de altura: canciones de Quintero, León y Quiroga, decorados del pintor José Caballero y ahora, como añadido, el respaldo de un cantaor del que no podía decirse que fuera el mejor de España porque hacía tiempo que ese encuadre le quedaba estrecho.
Tres años más tarde el horizonte se completaría con un director con ansias de experimentación que había fundado toda una escuela, la de los “telúricos”, que luchaba por cambiar el agreste panorama cinematográfico dejado por la contienda. Se llamaba Carlos Serrano de Osma y su propuesta era filmar una versión local de la reputadísima Ha nacido una estrella (1937) que, combinando el musical de Broadway con los ecos de la vanguardia, reflejara todo aquello que Zambra ofrecía sobre las tablas.
Claro que lo que Caracol y Flores regalaban desde el escenario no era poco. Él se jactaba de su sambenito de mujeriego. Ella no tardaría en caer rendida ante el despliegue de genio que el cantaor derrochaba cada noche. En una España en la que nada parecía permitido, aquellas canciones de amor prohibido –La Zarzamora, La niña de fuego– funcionaban como aleación perfecta para dos figuras en el punto álgido de sus carreras. Ni la diferencia de edad ni el matrimonio de Caracol frenaron una relación arrebatada impulsada por la gasolina de los aplausos, el alcohol, la cocaína y los encuentros sexuales sin freno.
Manolo hizo de Lola una estrella. La dirigió, le enseñó a moverse sobre el escenario. Pero aquello no tardó en volverse en su contra. Libérrima ella, posesivo él, ver crecer su brillo mientras el suyo declinaba no ayudó. Los golpes, los insultos y los actos de despecho en ambas direcciones marcaron unas noches confundidas con amaneceres en las que las rupturas resultaban tan violentas como arrebatadas las reconciliaciones. Lola y Manolo estaban erigiendo por sí solos un star system castizo construido a golpe de ‘coñacazos’ y Bisontes, de fritangas y tablaos. Embrujo transmutaba a la pantalla aquella historia pasional de tabernas.
El aura de mito que rodeaba a la pareja era tal que no hizo falta bautizar con nombre ficticio a sus personajes. Serrano aliñó los cuadros de Zambra con planos constructivistas, secuencias de baile comidas por la niebla, escenarios espectrales de antorchas y fuegos fatuos. Pero aquella mezcla de españolada y vanguardia no parecía trago fácil de digerir. El primer golpe llegó la misma noche del estreno, cuando un diputado provincial salió indignado de la première en Badajoz calificando aquello de “borrón caído sobre el arte cinematográfico español”.
Lola Flores y Manolo Caracol estaban erigiendo por sí solos un 'star system' castizo construido a golpe de ‘coñacazos’ y Bisontes, de fritangas y tablaos
Las crónicas hablan de espectadores indignados, de griterío en las salas. Lola, experta en nadar y guardar la ropa, dispararía: si un día calificaba la cinta de “camelo sin pies ni cabeza”, otro apuntaba que a ella y a Caracol “eso del surrealismo ni nos gusta ni nos va”. Los productores intentaron salvar los muebles retrasando el estreno en Madrid y realizando un remontaje de la película a espaldas de su director.
De nada sirvió. Embrujo había quedado condenada. La carrera de Serrano se iría ralentizando y terminaría volcado en su dedicación al Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, la famosa Escuela de Cine. El recorrido de Lola y Caracol también se difuminó. En él todavía entrarían otras dos películas que testificaron el declive de aquella historia de amor vivida como una adicción. Pero cuando Lola conoció al torero Manolo González la noche de su triunfo en la Maestranza entendió que otra vida sin Caracol era posible.
Otra vida que comenzaría gracias al cine, cuando el productor Cesáreo González la pensara como gran estrella internacional y centrara el tiro con unas películas destinadas a su lucimiento alejadas, ahora sí, de cualquier veleidad artística.